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Inmadurez elegida

Y ya han caído los treinta y pocos, pocos de momento, porque ¡cómo pasan de rápido, leches! Y ahí estás, te miras, pero metafóricamente. Estás inmersa en tanta actividad que casi no tienes tiempo ni de mirarte realmente al espejo. Bueno, quizás eso de la actividad sea una excusa, entre otras cosas, para eso, para no mirarte… ni por fuera, ni por dentro. El caso es que observas tu vida, tu situación actual, echas vista atrás, pero no mucho que aún duele. Y ¿qué ves?
Una chica algo desgarbada, que nunca le da mucha importancia al físico, quizás por no desesperar en el intento, aunque, realmente, tampoco se lo da al de los demás. Inmersa en un trabajo que comenzó con mucha ilusión, pero que la competencia desleal, el machismo desmedido, la desidia de otros compañeros y la propia inseguridad que le crean a una misma, lo ha convertido, a pesar de tus esfuerzos, en un saco de tedio. Con un compañero de batallas, uno peludo de 4 patas, de esos que ladran, pero muy de vez en cuando y sólo para jugar o para defenderte, nunca para quejarse ni recriminarte nada. Una pareja casi recién estrenada que, aun sin llevar un año, te acaba de proponer vivir juntos. Y es ahí donde está el motivo por el que has parado a mirarte. De repente te has visto impulsada por la ilusión, sin ni siquiera consultar con la razón (una manía que tienes y que ya nadie te corregirá), diciendo que sí, sí y mil veces sí. Inicialmente feliz y exultante, dando saltos de alegría por la montaña. Pero van pasando los días, las mariposas se calman y, con cierta sorpresa, ves cómo te empiezan a temblar las rodillas.
Entonces te planteas… ¡treinta y pico y aún tiemblas!. Mi madre a mi edad ya hacía “pico” años que lo era. Yo nunca he sido muy de niños, siempre he soñado con un montón de perros. Y siempre hay alguien que te pregunta eso de: “y los niños, ¿para cuándo?” Ves a tus amigas, una a una van sucumbiendo, con mucho placer, al tic tac del reloj biológico. Las ves felices con su nueva vida. La de juergas que nos hemos corrido y ahora… las ves con un frágil retoño entre sus brazos, manejándolo con tal naturalidad y destreza que hasta te asusta. Observas cómo han cambiado sus hábitos, sus aficiones y prioridades. Te ves tomando cañas en un parque de bolas. Que no es una queja, al final, las cañas son buenas en todos lados y si luego puedes echar una batalla de bolas, es la bomba. Y, ya ves, treinta y pico y pensando en una batalla de bolas…
Mientras hablas con ellas rodeadas de gritos de críos, zumos en la mesa, papillas, baberos, tú con uno de ellos encima de tus rodillas, te preguntas internamente que en qué momento se les encendió la bombilla maternal, qué fue lo que sintieron para decidir que ése era el instante que estaban esperando para dar ese giro a sus vidas. Incluso te planteas si eres rara porque aún no has sentido esa necesidad de dejar de lado todas esas cosas que quieres hacer, de nula importancia para el resto de la humanidad por cierto, para dar a luz una nueva vida humana, hasta llegas a pensar si eres una egoísta inmadura que en un futuro más o menos lejano se arrepentirá de la decisión de no engendrar pequeños hombrecitos y mujercitas.
Y, en esas estamos, con treinta y pico y, contra todo pronóstico, con las cosas menos claras que cuando eras una adolescente…

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