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Volver atrás

Si el destino, cual regalo o castigo, me diese la oportunidad de volver al pasado, sabiendo lo que hoy sé, y cambiarlo… ¿qué haría?… Sinceramente, dudaría…

Si tuviese que desandar el camino, recorrería los mismos senderos, tropezaría en las mismas piedras y pisaría los mismos charcos. Volvería a mojarme con la lluvia y a secarme con el sol.

Cuando alguien dice eso de “si volviese a ser joven y tuviese veinte años menos sabiendo lo que sé ahora…” yo me rebelo. Y digo que no quiero; no quiero tener diez años con el conocimiento de los veinte, ni tener veinte con la experiencia de los cuarenta. Cada cosa en su momento.

Quizá suene a prepotente o arrogante cuando digo que yo no cambiaría nada del pasado y volvería a cometer los mismos errores. Aunque suene a cliché. Porque de los errores se aprende. Aunque no voy a negar que todos, si pudiésemos, querríamos borrar de nuestra memoria los malos momentos. Hacerlos desaparecer de un plumazo. La pérdida de algún ser querido, el dolor… Pero no. Hasta los momentos más amargos de mi vida me han traído grandes enseñanzas. 

La vida no es una bufanda tejida a mano.  Empiezas a calcetar y, si no te gusta o no te sale bien, tiras del hilo, deshaces y vuelves a empezar. Tantas veces como quieras. Pero la vida no es así. No puedes hacer y deshacer a tu antojo. Y te quedas con la primera bufanda que has hecho, con sus fallos. No es perfecta, pero es única; y, por eso, has de valorarla.

Volvería a caer en los brazos de un celoso enfermizo o de un hippie trasnochado. Compartiría risas y momentos con personas disfrazadas de amigos, que el tiempo irá diluyendo. Bailaría hasta el amanecer con una música espantosa. Volvería a vestir ropas escandalosas y me haría cardados imposibles en mi maltratada cabellera. Volvería a llorar por tonterías y a reír por lo mismo. Subiría y bajaría en la montaña rusa que es el camino de la vida.

Pero, ahora, mirando atrás y viendo, quizá con otros ojos y otra perspectiva, sí hay algo que cambiaría: mi actitud. Mi actitud ante la familia y, básicamente, ante mi madre en mi época adolescente. Porque, a esas edades, todavía no sabes bien la importancia que tiene cada palabra de una madre, cada regañina. Todavía resuenan en mi mente esas palabras que tantas veces pronuncié: “-ay, mamá, qué pesada eres…¡déjame en paz!”. Y es que ahora no quiero que me deje en paz. Simplemente, no quiero que me deje…

Si volviese atrás no me hubiese comportado igual con ella. Creo que la abrazaría más, que la escucharía más, que le daría más mimos y le haría más caso. Que escucharía sus consejos con amplificadores y que no le mentiría. Supongo que el tiempo, después de una distancia prudencial, nos hace ver esas cosas. Y el hecho de ser madre ayuda a comprender… Algo en mi cabeza hace “clic” cuando oigo, en boca de mi hija, las mismas palabras: “-ay, mamá, qué pesada eres…”. Y entonces entiendo. Y disfruto el doble sus abrazos y sus besos.

Y, si volviese atrás, mil veces diría: “Mamá, te quiero”

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