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Décimas de fiebre

«La niña tiene décimas de fiebre». Esta sentencia, dictada por madre casi con infalibilidad pontificia mientras palpaba mi frente, inauguraba un tiempo de intensa plenitud.

Un tiempo en el que cesaban la prisa y las obligaciones: cepillarme el pelo antes de dormir; lavarme los dientes después de cada comida ante su mirada de sabueso: «mueve el cepillo de arriba abajo, date bien entre las muelas, con movimientos circulares, ¡así no! ¿Qué quieres, acabar sin dientes como tu abuela?»—; llevar la comida que madre le seguía preparando a una prima lejana de mi padre, una anciana que vivía sola en una minúscula habitación que olía a humedad y a orines de forma insoportable; ir al colegio, y todo lo que acarreaba: las oraciones matinales seguidas del Cara al Sol; las reprimendas de Sor María por mi torpeza para aprender a hacer punto de cruz; las burlas en clase de gimnasia: «gorda empollona, bajita y culonaۚ» ante las que la señorita hacía oídos sordos. Pero, por encima de todo, décimas de fiebre significaba que madre volvía a quererme. Y algo muy similar a la felicidad se filtraba por la grieta que mi dolencia había abierto en el muro de su amargura. Las nostalgias, de otro tiempo, de otra gente, eran expulsadas de ese paraíso que, por arte de fiebre, volvía a estar habitado solo por nosotras. Y, desde ese minúsculo universo bajo las sábanas en el que vivía apenas dos o tres días, todo lo de fuera me llegaba como simples destellos de una placentera irrealidad: la voz de madre tarareando una canción de Concha Piquer mientras trajinaba en la cocina; sus pasos acercándose a hurtadillas a mi cama y tentándome la frente; el olor a sopa de tomate con yerbabuena cocinado a fuego lento —imposible olvidar esa sensación de pertenencia cuando, tras soplar la cuchara llena, me la acercaba con delicadeza a la boca y me suplicaba con ternura: «solo una más; por mamá, ¿de acuerdo cariño? Solo una»—; sus caricias, tan escasas a diario, prodigadas en esa ocasión con una ternura inefable mientras me agasajaba: «¿Y mi chonchita, cómo está? ¿Sabes que mamá te quiere mucho, verdad?». Mi abrazo urgente, un abrazo de fin del mundo, suplicándole en silencio: «Sigue diciéndomelo, madre. Dime que me quieres. Dímelo más a menudo. Dímelo sin motivo. Dímelo como cuando él aún me sentaba en sus rodillas y me preguntaba la tabla de multiplicar: siete por cinco, treinta y cinco; siete por seis, cuarenta y dos; siete por ocho…» El siete era su número preferido: siete eran las maravillas del mundo; siete, los pecados capitales y siete, los enanitos de Blancanieves. También fue el mío hasta que, como una macabra broma del destino, él se fue un siete de julio.

En ese tiempo de laxitud, las tardes eran lo mejor. Después de que madre recogiera la cocina, se sentaba junto a mi cama. Y allí, con esa expresión de dulzura que me hacía intuir que aún albergaba esperanza, se balanceaba en su mecedora ojeando una revista. Yo la observaba por encima del cuento que esa misma mañana me había cambiado en el quiosco de la esquina: dejándose vencer por una ligera modorra, los párpados, cerrándosele; los brazos, aflojando la tensión y dejando caer la revista en el regazo… Entonces, la miraba de frente, ya sin disimulo, casi conteniendo la respiración para no despertarla y así poder seguir disfrutando de esa visión: mi madre bella, plácida, casi contenta de nuevo y, por unos instantes, una levísima sonrisa asomaba a sus labios y el aire aleteaba y volvía a oler dulce en nuestra casa.

A eso de las seis, comenzaban a aparecer las visitas. La abuela, con su bandeja de pasteles, era la primera en llegar. Sigilosa, se acercaba a mi cama y, tras comprobar que no dormía, se echaba a mi lado y me abrazaba. Apretaba tanto su cara contra la mía que los pelillos blancos y tiesos de su barbilla me pinchaban los cachetes. La tía Julia venía después, siempre sudorosas, siempre resoplando: «sobrina, abre un poco la ventana, por Dios, que me voy a derretir aquí». «Pero, ¿cómo voy a abrir la ventana si la niña está mala?». A veces, me traía una caja de caramelos de piñones de El avión, otras, un corte de helado de tres gustos: fresa, nata y vainilla. «Pero tía, si la niña tiene faringitis», —le reprendía madre y hacía desaparecer de inmediato mi deseado regalo—. «¡Qué sabrás tú! A ti te lo recetaron cuando te operaron de amigdalas. Que, por cierto, ya tenías que ir pensando en operar a la niña que se va a llevar toda la vida mala de la garganta». «Él decía que las amígdalas son una barrera de defensa del organismo», respondía madre para justificarse. Y ese ‘él’ sonaba como un estallido, como un mazazo en la pared que retumbara en toda la habitación. Las tías carraspeaban y se miraban con enojo. Hasta el canario dejaba de cantar, mientras esas dos letras se quedaban angustiosamente suspendidas en el aire como un equilibrista caminando sin red sobre el alambre. Él, lo innombrable por siempre negado, aunque permanentemente recordado. Él, la sombra, el sueño y la pesadilla. «Anda, vamos a la cocina a preparar un café», ordenaba la abuela. Y desde allí, amortiguado por el sonido silbante de la cafetera, me llegaba un rumor «¡Ya está bien, Candela, por Dios! Ya va siendo hora de que te libres de ese fantasma. No es bueno ni para ti ni para la niña». «Julia, tú déjame que haga lo que yo quiera. ¿Me meto yo en tu vida y en tu relación con ese viudo que es la comidilla de todo el vecindario? Las visitas terminaban abruptamente: la tía despidiéndose de mí con un beso al aire; la abuela, reprendiendo a madre por su salida de tono. Y, de nuevo, volvía la paz, el calor de madriguera, toda ella solo para mí.

Pero, conforme las décimas de fiebre van cediendo, el paraíso se va difuminando y el pasado, volviendo. Obstinado. Estruendosamente silencioso. Lacerante. Y yo me resisto a salir de la guarida donde me siento a salvo. Desdoblada en la que disfruta de las últimas décimas de fiebre y en la que se resiste a ceder esas últimas décimas de amor. Tan frágil, tan prestado, tan de él…

Muchos años después, aún añoro esas décimas de fiebre que, serpenteando por mi pequeño cuerpo, entibiaban sus afectos, devolviéndome a la mujer que fue antes del naufragio: hermosa, centelleante, hembra rotunda hecha de noche y lava volcánica, de calor y vientre preñado, de risa y de candela, como su nombre. Y, de nuevo, como si la suerte nunca nos hubiera dado la espalda, la existencia abría un paréntesis en el que cabía la esperanza de que él regresara para que ella volviera a ser la de antes y de que a mí, de nuevo, me gustase el número siete. Como cuando él me sentaba en sus rodillas y me preguntaba la tabla de multiplicar. Como cuando éramos tres.

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