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En defensa del egoísmo

En defensa del egoísmo | Woman·s Soul

Ama a tu prójimo como a ti mismo…

Y, como dice Byron Katie: “Eso fue lo que hice: Me odiaba yo, te odiaba a ti.”  Así es en pocas palabras. Obviamente, la gente se ha enfocado en “Ama a tu prójimo”, y el amor propio ha cobrado muy mala fama. No está bien visto ser egoísta. Nadie quiere ser visto como una persona egoísta. Todos lo aprendemos desde pequeños. “Comparte tus juguetes con tus hermanos… no seas tan egoísta.” “No cojas la porción más grande del pastel, eso es ser muy egoísta.” “Nunca piensas en los demás… eres tan egoísta.”

Ser egoísta y ser cortés se convirtieron en opuestos. Recuerdo que me enseñaron muy joven que, a la mesa, si querías repetir algo tenías que esperar hasta asegurarte que nadie más quería ese último pedacito de lo que fuera. Eso generalmente significaba que se lo comía tu padre…”Sólo para que no se desperdiciara”, mientras tú te quedabas con una boca llena de saliva intentando que no se escurriera y manchara tu vestido. Poco interesa que tú hubieras asegurado que el último pedazo de lo que fuera no se desperdiciaría.

En algún momento de tu educación, no ser egoísta llegó a significar ‘siempre hacer lo que la otra persona quería, nunca expresar tus propias necesidades o deseos, pensar siempre en el otro primero, después y  al final’.  Esto lo hice lo mejor que pude; lo hice durante los 30 años de mi matrimonio, y lo resentí más allá de toda medida. Lo hice porque quería que me quisieran, lo hice porque quería hacerlo bien, lo hice porque esperaba que hicieras lo mismo por mí. Cada justificación que tenía para no ser egoísta, era egoísta. Me río. De verdad creía que, si te cuidaba a ti, tú me cuidarías a mí… y adivina: ¿Quién recibió todos los cuidados?

Luego sucedió una cosa extraña. Terminé en un grupo de AA, Alcohólicos Anónimos, (cuando nunca te preguntas qué quieres realmente, da lo mismo tomarte otra copa) y allí me repitieron que todos mis problemas venían del Ego, que yo era egoísta (léase: egocéntrica, ego maniaca, narcisista, presumida, creída, auto-importante, etc.) y que tenía que luchar contra el ego. Y yo que no lo conocía en absoluto.

Se me dijo que, para no ser egoísta, yo debía hacer servicio para el grupo, y se sugirió (por parte del líder del grupo que, casualmente, era del sexo masculino) que debía encargarme de la cafetería (esto significaba hacer el mercado para los productos ofrecidos en el grupo, asegurar que todas las tasas fueran lavadas después de cada reunión, servir el café a los nuevos, etc.) De alguna manera, todo esto me sonaba exactamente a lo que había hecho durante tantos años de matrimonio, y me fui para atrás.

“Mira, yo te diré qué voy a hacer. En vista de que he hecho ‘cafetería’ durante por lo menos 30 años en mi casa, yo seré el líder del grupo y tú puedes encargarte de la cafetería.”  La sobriedad a cualquier precio no era para mí, si significaba que yo continuaba siendo el ama de casa en el grupo. De todas formas no bebí, y no hice la cafetería… ¡Nunca!

Sin embargo, ese momento fue una revelación y comenzó el cambio en mí. Comencé a pensar que AA, fundado por hombres con base en un programa hecho para hombres y tomado de una religión básicamente paternalista, tenía que enfocarse en destronar al ego porque los hombres, después de haber sido atendidos primero por sus madres, después por sus esposas y finalmente por sus hijas- habían desarrollado uno bastante grande. Las mujeres –llegué a creerme entonces- no habían en cambio desarrollado nada que podría parecerse a un ego por ningún lado. Las mujeres –léase YO- no teníamos ego. No habíamos aprendido a decir: yo, yo, yo, me, me, me, mío, mío, mío. Así que me puse a la tarea de desarrollarme un ego en toda forma (tenía 50 años), lo que para mí significaba, aprender a ser egoísta.

Comencé por preguntarme qué quería: dónde quería ir, qué quería comer, con quién quería estar. Al principio, como toda respuesta escuché: Ah, no me importa o No tengo idea o lo que tú quieras. Lo que descubrí era que no tenía la menor idea de cuáles eran ni mis deseos, ni mis gustos, ni tampoco lo que no me gustaba. ¡No tenía la costumbre de preguntarme nada! Más bien estaba acostumbrada a preguntar a otros: ¿Dónde quieres ir? ¿Qué película quieres ver? ¿Qué quieres comer? Pero… ¡claro! Había un gran PERO… Yo esperaba que la otra persona pensara en , supiera instintivamente lo que yo quería y escogería eso para . Ahora, esa esperanza daba una suma de cero y yo me quedaba con las manos vacías; todos perdíamos. Vía rápida a la frustración.

Sin embargo, no resultaba de todo fácil aprender a saber lo que uno quería y no quería cuando no lo había hecho en tantos años, así que comencé poco a poco.

Él: ¿Quieres ir al cine esta noche?

Yo: Ummm (silencio mientras espero que nazca una respuesta de mi interior; el interior dice que necesita más información); ¿Qué película querías ver?

Él: Me han dicho que está buenísima…. (la última película de Bum-Bang, mátalos, destrípalos, sangre por todas partes)

Yo: (larga pausa mientras mi mente proyecta imágenes de intestinos desparramados por toda la habitación)… No, no quiero realmente ir a esa película. ¿Qué tal… (léase el título de la comedia romántica más reciente, el drama histórico o la biografía del pintor xzy)?

Después de unas semanas durante las cuales realmente revisaba conmigo misma cada vez que había la más mínima elección, descubrí que sí tenía cosas que me gustaban y cosas que no me gustaban y que algunas eran muy definitivas. También encontré que no era tan difícil, cuando sabía lo que quería, conseguirlo y que cuando lograba lo que yo quería una vez, la próxima era más fácil y agradable darle al otro lo que él quería.

Durante un tiempo practiqué ser egoísta con todo: me levantaba a la hora que quería, me acostaba cuando quería, preparaba los alimentos que yo quería comer, decidía comer fuera –y dónde- cuando se me antojaba; veía las películas que quería ver, y me iba a otra habitación a leer un buen libro cuando no quería ver una película. Fui determinadamente egoísta en cada área de mi vida; estaba decidida a crecerme un buen ego (masculino) antes de enfrentarme a la inevitable tarea de desmontarlo.

Lo más interesante fue que, entre más egoísta me volvía, más generosamente me comportaba. Cuando realmente no me importaba lo que comiéramos o qué película veíamos o a cuál restaurante íbamos, mi “lo que tú quieras, mi vida” era absolutamente sincero y me encontraba feliz con la elección del otro. Me encontré preguntando al otro dónde él o ella quería ir y sopesando su respuesta contra mis propios deseos. Si los míos eran más fuertes, aprendí cómo presentarlos como una opción que realmente preferiría, sin quitarle importancia a la elección del otro. Comprendí que estaba dispuesta a negociar y que había aprendido a hacerlo (yo hoy, mañana tú o vice-versa).

Algo que siempre había estado duro y enfadado dentro de mí, comenzó a suavizarse y empecé a ver el mundo como un lugar más amable, y a mí misma como una persona con gustos y deseos variados pero específicos, capaz de tomar sus propias decisiones.

Un día, en una reunión de AA, escuché algo que realmente me explicó la profunda transformación que estaba observando en mí misma. Hablando del amor, dijeron: “No puedes dar al otro, lo que no puedes darte a ti mismo.” Yo, para entonces, sabía que ‘amor’ quería decir atención y cuidados, y eso era lo que –para evitar ser egoísta- no me había dado durante los primeros 50 años de mi vida. No fue sino hasta que aprendí a ser egoísta que comencé a comprender que mis gustos y mis deseos eran mi responsabilidad, y que pedirlos y también exigirlos era mi prerrogativa. Siendo responsable de mis gustos y deseos y dándomelos cada vez que era posible, también me abrí al inesperado placer de ser generosa cuando tenía ganas de serlo, algo que repentinamente era mucho más frecuente que antes.

Comencé a comprender que, lo que antes había parecido ser ausencia de egoísmo, era en realidad ausencia de ser y que ahora el ser egoísta daba como resultado una manera nueva de Ser de verdad.  Y teniendo un Ser, descubrí que realmente tenía algo que dar. Habiendo descubierto que tenía elección, resultó que esa elección era mía para dar a otra persona si así yo lo deseaba y me daba placer; y, al dar la elección a otra persona, había elegido hacer eso, entonces era también mi elección. De repente era un estado de las cosas donde todos ganábamos.  

El camino fue largo y, a veces, difícil pero supe que había logrado llegar a mi meta un domingo cuando la familia fue a comer a casa. Cociné y serví la comida y me senté a comer con ellos. Después, mientras ellos hacían la sobremesa compartiendo sus últimas copas de vino, me puse de pie y anuncié que me iba a mi reunión de AA.

Mi hijo me miró y exclamó: “¡Caramba, Mamá! ¡Te estás volviendo muy egoísta!”

Me quedé allí un momento mirando a mi hijo a los ojos y luego sentí cómo una gran sonrisa se dibujaba en mi cara.

“¡Sí, ¿verdad?! ¡Qué maravilla ¿no?!” y, despidiéndome, me encaminé hacia la puerta, dejándoles a ellos ahí, para comentar mi exclamación mientras terminaban su vino.

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