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La choca perdiz

En el sueño me encontraba en una habitación desconocida con mi hija de nueve años. Frente a nosotras había una ventana abierta. La vista a través del cristal estaba totalmente obstruida por un gran montículo de hojas secas. Entre la ventana y el montículo se veía caminar, picoteando aquí y allá, una chocha perdiz. Era como una pequeña gallina parda que, mientras caminaba entre las hojas, picaba y hurgaba con su largo pico afilado, buscando larvas e insectos que rápidamente engullía.

El recuerdo entró de repente al despertarme, eclipsando -como si se cerrara de golpe un abanico- los cuarenta años que habían pasado desde aquel desgarrador incidente. Yo tenía en ese momento la edad de mi hija en el sueño y vivía con mis padres en una casa cuyo enorme jardín terminaba tajantemente al pie de un frondoso y apretado bosque. El bosque era mi país de ensueño, seguro y generoso; me ofrecía visiones furtivas de ardillas, el gorgoteo de un limpio riachuelo y, de vez en cuando, el fugitivo vislumbre de un ciervo cruzando a lo lejos algún claro entre los troncos.

En el recuerdo, era un día de septiembre extrañamente caluroso para el inicio del otoño, y me había ido adentrando en el bosque, siguiendo el canto seductor del arroyuelo y disfrutando de la frescura sombreada bajo los árboles. Ya había jugado a flotar hojas-barcos con palitos-mástiles por el arroyo hasta que desaparecían camino a mundos nuevos; ya me había escondido como las ardillas dentro de una cueva formada por el tronco ahuecado de un viejo encino; ya me había tirado un rato bocabajo para levantar el musgo y observar las ciudades de insectos donde estos trajinaban en su diario ir y venir. Aún era temprano; faltaban un par de horas para la puesta del sol, así que me senté sobre un pequeño montículo de césped y descansé la espalda contra una roca. Me quedé quieta, casi sin respirar, escuchando las cadencias del bosque: el crepitar de las hojas al paso de algún animal, el batir de alas de un ave, el parloteo de pájaros escondidos entre las ramas, la cantaleta del riachuelo y la respiración pausada del viento.

Estaba allí casi formando parte de la piedra y del pasto, cuando apareció -unos metros adelante- un ave extraña, mucho más grande que los gorriones, zorzales y papamoscas que había visto en el jardín. Era casi del tamaño de un pequeño pollo, rechoncho y colicorto. Sentí el sobresalto de un descubrimiento, de algo nunca visto antes. Era de tonos marrón y beige tostado, casi como los tintes de las hojas caídas; en realidad su dorso parecía hecho de hojas secas y no de plumas. En la cabeza tenía una serie de rayas horizontales oscuras y claras, y el pecho era de color claro y moteado; el pico del mismo tono parecía larguísimo y le servía para remover las hojas al caminar y apresar insectos escondidos en la oscuridad cálida del mantillo.  Se propulsaba con un curioso movimiento, como de muñeco mecánico, moviendo la cabeza al mismo tiempo que las patas cortas. 

Apenas respirando, fascinada, seguía con los ojos los movimientos del original visitante. El ave se acercó al arroyuelo, hundió el largo pico, absorbió; luego continuó caminando con un movimiento staccato, picando aquí y allá, comiendo y caminando hasta volver a perderse en el sotobosque.  Durante un tiempo la seguí escuchando aún después de haber desaparecido en la sombra. Cuando no la escuché más, me levanté de un salto y salí disparada hasta la casa en busca de mi padre, quien se encontraba detrás del granero afilando el hacha para cortar un poco de leña.

-¡Papá! ¡Papá! –grité-. En el bosque vi un pájaro grande como una gallinita, con el pico largo y un color marrón como las hojas.

En el sueño, abracé a mi hija. “Mira” le dije, “es una chocha perdiz. Lo reconozco porque mi padre, tu abuelo, me enseñó.” Ambas nos quedamos un instante contemplando maravilladas la actividad del ave hasta que ésta se trepó por la ladera del montículo de hojas y desapareció de vista en una pequeña oquedad.

La cara de mi padre rompió en amplia sonrisa, me levantó en vilo y plantó un beso en mi mejilla.

-¡Qué buena observadora de aves eres! Por tu descripción, no hay duda de que es una chocha perdiz. Un buen manjar. Anda, vamos a cazarla: tú serás mi perro cobrador.

Yo no cabía en mí de gusto. Arropada en tal manto de admiración, me lancé con él a la aventura de buscar y cazar la chocha perdiz. Repetí el nombre varias veces: chocha perdiz. Las palabras me sabían tan redondas como el pajarito mismo. Acompañé a mi padre a buscar y cargar su escopeta que siempre estaba colgada en la pared de su estudio. Luego colgó el arma (abierta, que nunca hay que caminar con una escopeta cerrada –me había dicho- porque te puedes tropezar y dispararla por accidente) sobre su antebrazo, me tomó de la mano y juntos nos encaminamos hacia el bosque.

-Enséñame dónde lo has visto. Son aves que se pasan más tiempo en el suelo que en los árboles y con suerte, no se habrá ido muy lejos.

Me aferré a la mano grande, con el corazón que me saltaba como un pájaro atrapado en el pecho; pero procuré caminar con la cabeza bien erguida, sintiendo la importancia de mi misión. Había descubierto algo que mi padre consideraba lo suficientemente interesante como para dejar sus quehaceres e ir en su busca. Apreté más la mano grande y tibia, y puse cara de perro de cacería, olfateando el aire a cada paso. Entramos a la sombra de los árboles y mi padre se detuvo, cruzando los labios con el dedo índice en señal de silencio. Yo me congelé en postura de atención como había visto hacer a los perros de muestra. Avivé todos mis sentidos, agucé la cara-hocico olfateando quedamente para descubrir una señal, alcé orejas cual perro en atención para captar cualquier ruido o movimiento. La excitación hacía cursar la sangre por mis venas y todo mi cuerpo era como una fibra en tensión; mi corazón latía tan fuerte que me ensordecía. Sin embargo, en un instante lo escuché: un remover apenas perceptible de hojas, como si algo rascara suavemente con una rama,,, o con su pico. Apunté en dirección del sonido.

-Se escondió por allá –susurré-, donde está el tronco caído.

Muy lentamente mi padre cerró la escopeta, la alzó al hombro y dio tres pasos hacia delante haciendo señal de quedarme quieta.

El sueño siguió. Ya no podíamos ver el ave aunque oíamos sus ruidos dentro de la pequeña cueva donde se había escondido. Mi hija se impacientó y, librándose del abrazo, estiró la mano por la ventana abierta y removió el montón de hojas. En ese instante, vi la chocha perdiz junto a su nido que contenía dos huevecillos y temí que el movimiento brusco de mi hija la obligara a volar lejos de su nido. Pero siguió allí sin volver siquiera la cabeza para mirarnos.

En ese momento, nada parecía moverse en el bosque, nada estaba vivo, como si todo esperara algo. Intenté pasar saliva inexistente por mi garganta cerrada. Casi no respiraba ya. Mi padre dio otro paso y, de repente, en una arrebatada estampida de alas, la chocha perdiz alzó vuelo y el estallido de la escopeta violentó mi pasmada atención. Tomé aire de golpe y me eché para atrás del susto. Mi padre avanzaba hacia el tronco con grandes zancadas; se agachó, recogió algo y, triunfal, se volvió hacia mí.

-¡Has dado con la presa! –exclamó, ofreciendo a mis ojos espantados el cuerpo inerte del ave. Había sangre en las plumas mullidas del pecho y la hermosa cabeza rayada pendía inútilmente hacia un lado-. Toma, es tuya. Hiciste un buen trabajo –dijo, y depositó el cadáver aún tibio en mis pequeñas manos.

En el sueño,  cogí las manos de mi hija y la alejé de la chocha perdiz. Ella se esforzó por liberarse, quería ver de cerca, apresar el objeto de su curiosidad. Quería sentir la tibieza del cuerpecillo entre sus manos. Yo no lo podía permitir. En el sueño, sentí cómo luchaba enconadamente con mi pequeña para controlar su impulso. Yo quería volver a cubrir el escondite para que la chocha perdiz pudiera seguir empollando en paz sus huevos.

Sentí un dolor agudo en el lado izquierdo del pecho como si algo dentro de mí se hubiera roto, un espasmo extraño que me subió hasta la garganta y la cerró. Vi cómo el vivillo ojo del ave se iba cubriendo con un opaco párpado blanquecino, y cómo todo aquel movimiento lleno de tensión y vitalidad se fue languideciendo. El ave colgaba como un pequeño fardo en la palma de mi mano y yo no entendía por qué la orgullosa palmada que mi padre me dio en la espalda no me llenó de júbilo; al contrario, sentí un enorme deseo de llorar. Pero tampoco las lágrimas brotaban porque algo en mí que cosechaba impotencia me avisó que era demasiado tarde. Habría querido volver el tiempo atrás, no dar con el tronco, no encontrar la chocha perdiz allí, no escuchar nunca, nunca el tronido de la escopeta, para que junto con mi padre, tomados de la mano, hubiéramos podido admirar callados la actividad vivilla e incesante del ave buscando su comida, tomando su agua, reemprendiendo su camino a casa. No quería mirar el cuerpecillo muerto entre mis manos. Apreté el manojo de plumas aún tibias contra el pecho como si el dolor de mi corazón fuera capaz de revivirlo. Allí atrás de mis costillas, como un peso muerto, se anidaba el sentido de la palabra “impotencia”.

Mi padre ya avanzaba hacia la casa, llamándome enérgicamente para que fuéramos a enseñar nuestro trofeo a mi madre quien, habiendo oído el escopetazo, nos esperaba en la terraza. Caminé tras él, arrastrando los pies entre las hojas muertas, sintiendo cómo el calor de aquel cuerpecillo se me iba escurriendo de entre los dedos e iba quedando atrás, en el bosque, en el recuerdo.

Me sorprendió la fuerza y determinación oníricas de la niña, su lucha por llegar al escondite y apresar la avecilla. No podía detenerla. En eso, vi entrar un hombre a la habitación donde nos encontrábamos. Le grité: “Ayúdame: tú sujeta a la niña mientras yo reparo el nido”. El hombre respondió tomando a la chiquilla de las manos y sujetándola. Yo me giré hacia donde estaba  la chocha perdiz junto a su nido y, con sumo cuidado, volví  a colocar las hojas en su lugar. Sentí un enorme alivio al imaginarme la chocha perdiz escondida allí, segura y protegida de cualquier violencia.

Esa noche, al no poder dormir con el recuerdo del ave muerta entre mis manos, fui al baño y volví el estómago hasta quedarme vacía. Al regresar a la cama, me hinqué a un lado y junté mis manos: “Dios” susurré, “por favor perdóname por lo que hice y cuida el alma de la chocha perdiz entre tus nubes y no me dejes nunca, nunca más matar nada tan bonita y tibia, y protégeme de la muerte. Amen.”

***

Al despertarme y recordar, mis ojos se llenaron de lágrimas.

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