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Matriarcado

La mía es una familia de mujeres. Casi podría decir que un auténtico matriarcado. Tías, hermana, primas, hijas de primos… Ganamos por abrumadora mayoría. Aproximadamente un 70% de mujeres contra el 30% de varones. Y, sin profundizar demasiado en ello, me atrevería a decir que son las mujeres las que mandan, aunque a veces no lo parezca. Pero, cada una a su manera, son mujeres con carácter.

Y la auténtica matriarca, sin duda, era mi abuela. Hasta ahora no me había dado cuenta, no lo había pensado, no había percibido todos esos detalles que lo indicaban de un modo realmente sutil.

Era una mujer de pueblo, analfabeta, que le tocó vivir en una de esas épocas en que las mujeres apenas eran valoradas, a pesar de llevar a sus espaldas el peso de sacar adelante a toda una familia. La recuerdo siempre vestida de negro (a veces con alguna pincelada gris), como en un permanente luto, con un pañuelo en su cabeza cubriendo una hermosa melena color plata sujeta en una trenza oculta bajo el pañuelo. Sin levantar la voz, siempre atenta y servicial,  pero en cierto modo escondida.

A mi abuela la trataba de usted, al igual que a mi abuelo, como símbolo de respeto. Ni se me hubiese ocurrido tutearla. Sin embargo, hoy en día, trato a diario con gente mucho mayor que ella a la que tuteo sin sentir que por ello esté cometiendo una falta de educación. Pero eran otros tiempos y, quizá, otra manera de entender lo que realmente era el respeto. Todavía me recuerdo a mí misma diciéndole: “- ay, abuela… no sea pesada…” cuando insistía en recordarme que me pusiese el parche en el ojo, tal como me había mandado el oculista. Y es que la trataba de usted y al mismo tiempo la llamaba pesada. Ahora lo pienso y me dan ganas de abofetearme, por tonta. Igual que cuando venía a pasar unos días a la ciudad e insistía en acompañarme a la puerta del colegio y yo me negaba, ya que estaba habituada a hacer aquel pequeño recorrido sola, sin la presencia de un adulto y no quería que mis amigos me viesen acompañada por aquella “vieja”. Qué absurdos podemos ser cuando somos niños… Ahora daría lo que fuera por que me acompañase al colegio, al instituto, a la universidad o al trabajo; estaría encantada y orgullosa de tenerla a mi lado.

Se fue demasiado joven. Pero sin sufrir. Una noche se despertó faltándole el aire y se apagó como un pajarito. Sin más. Sin haber estado siquiera enferma.

Todavía la recuerdo, embelesada, observándome mientras hacía los deberes del colegio. Me decía: “- ay, mi niña… no tengo ni idea de lo que pone ahí, pero tienes una letra preciosa…”.  A pesar de que ella no sabía ni escribir su nombre, veía hermosura en mis letras (quizá eso fuese una señal e, inconscientemente, ella hizo que me gustase escribir).

Su repentina muerte hizo tambalearse un pilar básico de la familia. Todos quedamos algo “cojos”. Mi abuelo fue perdiendo el brillo de sus ojos y se fue apagando poco a poco a lo largo de los siguientes 11 años. Creo que al faltar ella, perdió el rumbo de su vida. Aquella pequeña (gran) mujer, lo llenaba todo.

Me gusta recordarla trenzando su larga y plateada melena. Y sé que allá donde esté, está velando por toda su familia. Ella nos cuida y nos guía. Silenciosamente, como siempre…

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