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Yo no fui como otras abuelas

Yo adoré a mi abuela; era para mí como una segunda madre y éramos cómplices en la guerra contra mi verdadera madre. Así que pensé que yo sería una abuela como la mía y adoraría mis nietos como mi abuela me había adorado. Eso no fue lo que estaba en mis estrellas por lo visto, porque, en cuanto nació el primer nieto, yo me divorcié y comencé una vida totalmente diferente a la primera, que no tendría nada que ver con hijos ni nietos hasta mucho después.

Hoy día comprendo que me casé muy joven (20 años) huyendo de una realidad que se me escapaba de las manos y me golpeaba por la espalda a cada vuelta. Cigarros, alcohol, relaciones adolescentes sudorosas y frustrantes, la verdad es que me asustaba a mí misma y busqué primero la religión y después el matrimonio como ataduras contra mi propia libertad (que se me hacía más bien libertinaje). Ya constreñida por dios y marido, tuve un primer niño a los 21; poco después cambié a dios por el psicoanálisis y parí una niña.

Va sin decir que adoré a mis hijos aunque los niños en general me interesan poco, e –inconscientemente- me quedé en mi matrimonio hasta que los dos se casaron, no sé si para evitarles un trauma seguro o porque me moría de miedo de separarme, por si afuera me esperaban nada más ni nada menos que el alcoholismo y la prostitución, de lleno ya presentes dentro del matrimonio. 

Recuerdo que, al contrario de sufrir el supuesto síndrome del nido vacío, sentí un enorme alivio cuando vi a los dos polluelos felizmente establecidos en otros gallineros. Me sentí libre… hasta que volví la mirada y me encontré con la restricción que me quedaba del final de mi adolescencia: el marido que supuestamente me iba a salvar de los vicios de la juventud. No sé si en ese momento comprendí que no nos habíamos salvado de nada (al contrario) o simplemente llegué a la realización de que el alcohol y la codependencia me estaban matando y, con mucha ayuda de otros, dejé de beber, de fumar y finalmente, de estar casada en un periodo de 18 meses. Era el año de 1992 y yo cumplía mi medio siglo. 

Para esas fechas, mi hijo ya tenía un hijo y mi hija estaba embarazada así que, afortunadamente, tenían poco tiempo o interés en ocuparse de lo que yo estaba haciendo y me encontré libre para construirme una nueva vida.

Seis meses después de su hermano, mi hija tuvo su primer bebé: también un varón y yo realizé mi primer viaje sola a España. Aprendí a moverme sin compañía y perdí el miedo. Alquilé un coche y me fui por toda Andalucía; visité Salamanca y Zamora. Pasé lo largo de la frontera con Portugal y por un pueblo llamado ‘Alberca’ y la Sierra de Guadalupe. A los pocos meses de volver, me enamoré locamente y mi nuera dio a luz un segundo hijo; ya eran tres. Y yo seguí disfrutando la adolescencia que tanto había sufrido en mi primera vida.

Un año más tarde, compré la casa junto con pegado al nuevo amor y me mudé a vivir allí después de haber tirado una pared entre las dos construcciones para crear nuestro dormitorio comun. Es verdad que allí, los hijos de él y los míos, con su descendencia, llegaban a comer muchos domingos y –a veces- teniamos 17 a la mesa, pero aquella manada de familiares no era conducente a conocer bien a los nietos. Se habría necesitado que yo me ocupara de ellos sin sus padres, pero eso no lo hice.

Recuerdo dos ocasiones solamente cuando mi hijo me llamó pidiéndome de favor que me encargara de sus críos para ir de viaje con su esposa. En una, me fue imposible porque yo también tenía planes para salir con mi entonces novio de viaje; la segunda vez, le dije que yo tomaría uno pero no los dos que tenían ocho meses y tres años respectivamente. Él no quería separarlos, así que los mandó con la otra abuela. Obviamente, él constató mi poco interés y no pidió nunca más que me quedara con sus hijos.

Mi hija, o porque se dio cuenta de lo sucedido con su hermano, o porque nunca viajó sin sus hijos, no requirió jamás de mis servicios de abuela y yo no me ocupé en ofrecerlos tampoco.

Así que, mi creencia de que yo sería una magnífica abuela porque había tenido una a la que adoraba sin condiciones, estaba totalmente equivocada. 

En total mis hijos me dieron 7 nietos que yo conocía el día de sus nacimientos y poco más. Dos meses depués de que nació la última, la niña que ansiaba mi hija y a la que le pondría mi nombre, yo partí a vivir en España con mi entonces marido.  Y mis nietos, tres en México y cuatro que partieron poco después para vivir en Los Ángeles, California, continuaron cojos de un lado abueliano.

Madrid resultó ser una ciudad hecha para mujeres solas, y mi marido me complació, dejándome nueve meses después. Compré un amplio apartamento a mi gusto y me dediqué a vivir a mis anchas. Por supuesto, visitaba a mis hijos y sus familias una vez al año por lo menos, pero dudo mucho que los niños me sintieran como una verdadera abuela.

Con el afán de que se dieran cuenta que yo no era marciana, comencé a invitar uno por uno cuando llegaban a los 10-11 años, una edad no sólo tolerable sino interesante porque se les puede hablar casi como adultos y no hay que cambiar pañales.

Aunque esas visitas les hicieron conscientes de que la abuela ‘loca’ podría ofrecerles cosas divertidas, no resultó en una cercanía amorosa porque era demasiado poco y demasiado tarde.  En realidad, la misma no-relación que existía antes, continuó después y mis nietos y yo seguimos como extraños que nos vemos en las reuniones familiares pero que no sabemos nada ni yo de ellos ni ellos de mí. Es verdad que nos hemos pasado unas vacaciones toda la familia junta, pero la realidad es que en esas ocasiones convivo más con mis hijos que con mis nietos.

Ahora ya todos, menos la ultima, son adultos e irán haciendo sus vidas profesionales y de casados; ya no tienen necesidad de abuelas, ni siquiera de la que sí estuvo presente en su vida. Y yo me pregunto (me he preguntado varias veces a lo largo de los años) si me perdí de algo. Tantas amistades –hombres y mujeres- que veo con fotos, haciendo tiempo alegremente por sus nietos, comunicando las monerías que hacen, viviendo cada momento y cambio como si se tratara de sus propios hijos de nuevo… y yo nada. Cuando me detengo a mirarlo, entiendo que no era mi camino, que yo tenía una vida que vivir que se me había quedado esperando a que me sobrepusiera a mi primera adolescencia.

Quizá, si vivo suficientes años, y si se ofrece la oportunidad, podré ser de (bis)abuela lo que no fui de abuela, y así mi ‘segunda vida’ tendrá un espacio para la abuelez… pero la verdad, no tengo la menor idea.

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