Cierta soledad de larga antena
andaba buscándolo por sus adentros.
Había llovido mucho sobre la campa
—el olvido es nuestro, gajes de madurez—
y yo no sabría decir cuándo fue,
la hora exacta, el aviso del despertador…
pero sucedió lo que tenía que pasar.
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Estaba escrito.
Le entró en el alma un turbión de agua salada.
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Inesperada y primaveral
venció al sueño la noche, con cintura.
Una tarde sin cañas,
ni anzuelos, ni carnada,
los aparejos en casa
y una marea vacilando a sus neuronas
—en fin, nada ayudaba al marcador.
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Pero llegó el azar cazando un nombre al vuelo
en lugar de mariposas.
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Su red había esquivado paciente cada medusa,
cada ola en la freza.
Y, de repente, se topó con la Vida.
Un pajarito tímido de sombra vino a posarse
desde Oriente,
era pardo por fuera y su interior blanquecino.
Se tendió sobre la proa sin burla de sonrisa.
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Lucía un montón de ocaso, poder y milagro,
rostro de estrella, anillo en las sienes.
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Inventó el barniz de sus ojos,
dio voz a la piedra, brea a brea.
Fue ahuyento del frío y nave de plumas
—de sus patas de mimbre, colores, amor.
De aquello ya hace varias Lunas de viaje
y segundos de arco
entre Sirio y Orión.
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Teresa Iturriaga Osa
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Foto / Tato Gonçalves