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217 LLAVE DE ORO

        Cada vuelta de madrugada, la Sultana del Prado giraba su cuello hacia el hueco que había dejado el cuerpo de su amado. Aún perduraba en su piel el olor genuino, el tacto inconfundible del abrazo profundo y cierto. Sonaba una melodía de mirlos locos en el patio, una confusión de risas y trinos contagiando ilusión. Era hora de despertar. A diario seguía el ritual del bautizo del agua, el jabón de limón, la humildad del arreglo floral, la sal de la forma. A la fuga del blanco y negro, su abanico de vida multicolor aireaba el drama, espantaba miedos con la mantilla puesta. Una vez lista con turbante de seda, bajó a tomar café, una última mirada a la fuente del sultán antes de llamar al taxi del adiós. Y al acercarse al mostrador para entregar la llave, sintió que pesaba como un medallón de oro puro. Tuvo unas terribles ganas de llorar, pero en ese instante, la ternura de una pareja de ancianos la consoló: “Saludos a su marido y que Dios les dé muchos años de felicidad, se les ve muy enamorados”. Los ojos siempre son niños.

Teresa Iturriaga Osa

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