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Círculos sin rumbo (parte 1)

Un pájaro abre las alas y alza el vuelo sobre la explanada. Su batir rítmico e interiorizado te atrae y sigues su avance acompasando tu respiración a cada uno de sus movimientos. Y entre los aleteos, ese instante mágico de pausa, en el cual, sin esfuerzo, ave y el viento son uno y la gravedad no ejerce sobre ellos su fuerza. Gira en círculos cada vez más amplios, explorando con ojo experto la distancia y todo lo que acontece, cada mínimo detalle. Luego, sin previo aviso, cambia el rumbo y se aleja. Tus ojos tardan aún unos segundos en reconocer que no regresará. Deja de ser un elemento del entorno, parte del viento que sopla con rabia en la plaza, por toda la explanada y las escaleras que se derraman por la colina y que no has tenido la paciencia de contar en ninguna ocasión.

Desde el mirador, los objetos de la plaza parecen irreales. Te centras en las percepciones que experimentas en ese momento: el brillo mate de la luz entre las nubes, el cielo gris, la humedad que delata una posible lluvia las próximas horas, el sonido de pisadas quebrando la arena incrustada entre las piedras por parte de un corredor madrugador que desafía a la mañana…y el granito bajo las piernas mientras observas y dejas que todo te rodee, se introduzca con cada inspiración y salga después.

 

Hay poco tráfico. La ciudad ya no bulle como meses atrás. Al principio era una sensación extraña, la ausencia de grupos de turistas. Ese vacío se sentía como un color pálido clavado en el centro del pecho. Pero con el paso de los meses, la tranquilidad y el silencio de las calles se ha vuelto el confortable marengo frío al que estás acostumbrado. Identificar, tratar de retener los detalles, los gestos, las situaciones… casi de forma inconsciente, en un acto pasivo y silencioso. Un pacto entre tú y la ciudad. Eso te lleva a la desconexión. Un estado fuera de ti mismo, pero a la vez tremendamente consciente que alivia tus preocupaciones y retira capa a capa la ansiedad dejándola tras de ti.

 

La elección depende del estado. Ocasionalmente, estar quieto, otras mantenerse en movimiento paseando sin rumbo, dejando el cuerpo suelto. Avanzas notando en la planta de los pies la textura irregular de las baldosas, la vibración casi humana de las calles por paso de los vehículos y la serpiente metálica que constituye el suburbano. Las callejuelas torcidas y estrechas de nombres olvidados en el centro histórico calman tu corazón. Son tus árboles centenarios contando secretos pétreos, con muros oscurecidos por miles de lluvias y décadas de polución.

 

Pero últimamente sientes un placer especial en las terrazas de las cafeterías que aparecen como hongos tras la tormenta en una ciudad que vive ya fuera de las viviendas. Resultan lugares ideales donde analizar las vidas ajenas y componer e imaginar diálogos en unas bocas que se abren a otras sin permitirte llegar a escuchar las palabras. Con esas imágenes robadas creas vidas de humo, sucesos tras las ventanas que aparecen abiertas al exterior a primera hora y aquellas iluminadas tras la caída de la tarde y que brillan como luciérnagas de diferentes tonalidades en un bosque de hormigón y asfalto.

 

Con frecuencia, alteras la realidad con la banda sonora de una canción de blues o jazz mientras anotas el discurrir de furgonetas y camiones de reparto que paran, trasladas y marchan frente a ti sin tiempo para parar a observar a su alrededor. Nadie se percata del espectador que no avanza, que trata de detener cada instante y sujetarlo en su memoria. El teléfono silenciado en el bolsillo es un privilegio que decide concederse. Perderse y ser solo anónimo en un mundo perpetuamente vigilado. Desconexión. Huir de la abrumadora sensación de la vida que parece pesar algunas veces como una losa, insoportable.

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