Merodeo el silencio con suelas de barro.
Entro en la selva.
Abro la puerta hasta su desembocadura.
A mi paso, los líquenes encienden alfombras de velas,
sus ocres caídos bailan por doquier.
Apago el quinqué,
dejo pasar aquella vieja sombra fermentada de huesos con forma de ilusión.
La memoria quebrada ya no me sirve para escalar árboles por los cauces del río.
Sólo el lenguaje de los pájaros baja y sube una vara de lluvia desde el abismo.
La niebla mensajera asoma su tez más oscura,
se pone en pie y limpia las trizas sin ruido.
Crece el sonido de la campana de bronce,
arde el iris en su nido de búho.
Duerme la espuma de vidrio.
Se desborda el aljibe.
Y las voces de la casa llaman al gavilán de los riscos.
Andra Mari, 22/1/23.
Teresa Iturriaga Osa