fbpx

La tierna y justa infancia

Recuerdo perfectamente las locas ideas que revoloteaban por mi cabeza cuando era niña. Soñaba con ser una súper heroína con poderes mágicos como volar, hablar con los animales, vivir en un idílico bosque rodeada de seres maravillosos.

Me vienen a la memoria los juegos que nos inventábamos mientras estábamos en nuestros ratos libres en el colegio, o a los que dedicábamos días enteros durante las vacaciones de verano. Lo mismo nos montábamos circuitos para coches ocupando toda la parte comunitaria del vecindario, que cogíamos las bicis y nos íbamos a descubrir alguna nueva especie de bicho raro por el río. Tuve la suerte de criarme en un barrio de las afueras, rodeada de campos, con pocos coches alrededor, con un río bastante caudaloso y contaminado, donde no te podías bañar, pero daba mucho juego. Muchas veces dejábamos volar nuestra imaginación y con un tubo de hormigón abandonado en mitad de un campo, cuatro maderas, unas hierbas, muchas ganas y ningún reparo en mancharnos, construíamos todo un refugio donde escondíamos aquel bicho raro que habíamos descubierto en nuestra última expedición (que al final resultaba ser una libélula algo más grande de lo habitual) o donde nos cobijábamos esos días de lluvia en los que los padres se empeñaban en que no saliéramos de casa.

Parte de las vacaciones de verano las pasaba en un camping en el Pirineo. Ahí ya la felicidad era indescriptible. Libertad para correr, para meterte entre el rebaño de vacas y darle un susto de muerte a tu madre, por lo tanto, libertad para recibir una buena reprimenda por parte de tus progenitores porque “¿no ves lo grandes que son esos bichos y lo pequeña que eres tú?”. Nos íbamos todos a bañar al río de aguas gélidas y transparentes, capturábamos renacuajos que teníamos unos días en unos botes y luego devolvíamos al mismo río, lucíamos verdaderas carnicerías en las rodillas, siempre decoradas con mercromina, a causa de caídas tontas con la bici o porque corrías delante del viejo perro de los dueños del camping que, por cierto, te daba un ladrido sin ni siquiera levantarse, pero tú ya pensabas que lo tenías pegado al culo a punto de arrancarte el pantalón. Qué carreras, qué risas…

Recuerdo que jugábamos chicos y chicas, que todos hacíamos de todo, todos teníamos diferentes papeles, cada día uno era una cosa distinta, básicamente, lo que le apetecía ser.

Cuando oigo la típica pregunta de “¿qué quieres ser de mayor?” formulada a un niño en su tierna infancia, me río pensando en cuál era mi respuesta silenciada. Siempre contestaba o veterinaria, o bióloga… cuando realmente lo que más deseaba era, simplemente, formar parte de la naturaleza, estar en íntimo contacto con ella. Quedaba mal contestar “quiero ser una duende del bosque que corra al lado de los lobos”, era pequeña, pero sabía lo que los adultos no entenderían.

Y así recordando me doy cuenta de la mente tan limpia que tienen los niños, tan libre de prejuicios, tan abierta a que cualquier cosa que te propongas puede ser realidad. Lo mismo podías ser una princesa, que una doctora, un duende del bosque, una elegante pantera negra, una niña traviesa o la maestra. A mí el papel de maestra me gustaba porque era una persona que todo lo sabía y, además, ¡ojo!, ¡podía escribir cuanto quisiera en la pizarra! Ya ves… Aunque, he de reconocer, que casi siempre optaba por papeles de animales.

Sí, he nombrado en primer lugar a las princesas, pero, realmente, aunque sí entraban en nuestros juegos, no eran las típicas de cuentos. Se trataba de unas princesas fuertes, luchadoras, listas, ágiles, nada dóciles, eso sí, que siempre, siempre, siempre, conseguían lo que se proponían y nunca, nunca, nunca iban acompañadas de un príncipe. O puede que sí lo hubiera, pero siempre era un amigo, un compañero, alguien con quien luchabas codo con codo, nadie que te subordinara. Y lo mejor, es que no había diferencia de pensamiento entre la parte masculina del grupo de la parte femenina, ningún chico veía una locura que una chica decidiera ser ese día una valiente ninja gran conocedora de los mejores artes marciales. Nadie ponía en duda esa igualdad de oportunidades.

No sé en qué momento exacto cambiamos, aún desconozco cómo sucedió, pero es cierto, poco a poco el grupo se fue disgregando, diferenciando, cada uno a su ritmo empezamos a amoldarnos a nuestros roles. A mí me gustaba esa dinámica tanto que fui la última en abandonarla. Es más, creo que en el fondo, quizás no tan en el fondo, sigo soñando con aquel mágico bosque al que irme a vivir como una fuerte dríada protectora de los árboles que lo conformen.

BUSCAR