Sus ojos tentaron mi inocencia
y enloquecieron mis instintos,
hasta encarcelar mi alma
en el más cálido sueño,
porque fue su presencia
la que conquisto mi destino
y me invito a danzar
con el fuego de sus besos,
mientras me dejaba llevar
por sus apasionadas caricias
y me dejaba absorta
con el aroma de su espíritu.
Y me hizo suya poco a poco
y me entregue con ternura
y roce sus límites
y crucé la puerta
y fantasee en su paraíso
y aún enloquezco
cuando se posa en mis pechos
y me regala confundido
sus ilusiones de niño lastimado.
Es quererlo y desearlo,
es amarlo y adorarlo
aunque a veces,
robe la paz que necesito,
aunque a veces le pacte
un desafío a mi ingenuidad,
porque cuando nuestros sentimientos se cruzan
y nos envuelven en un mágico lenguaje,
entre lo divino y lo mortal,
entre lo real y lo soñado,
ya nada es importante,
tan sólo conjugar
el verbo vital
y atrevernos a vivir
en el mismo ser
o quizás a morir en él,
cuando extasiados
nos hace libres
y nos lleva a volar
por el camino verdadero,
que aunque incrédulos lo neguemos,
bendecidos nos pertenece.