¿De cuántas infamias se compone un éxito?
(Balzac)
Sus ojos se empañaron de lágrimas. Cuántas cercanías habían muerto en la más absoluta miseria y soledad. En el mundo del espectáculo, la lealtad no era muy frecuente, pero Carmen Tórtola Valencia tenía muy buenos amigos y amigas más allá de las apariencias. Apoyaba a las personas que lo habían dado todo por hacer realidad sus sueños, aunque hubieran fracasado económicamente. Para ella merecían un respeto. No era el caso de la bailarina Norka Ruscaya, que envidiaba tanto a Tórtola que la fue persiguiendo en sus giras hasta el punto de convertirse en su mejor publicidad. En efecto, en cuanto Ruscaya llegaba a una ciudad, se creaba tal revuelo mediático a su alrededor que daba lugar a toda clase de chismes en las tertulias. Esta mujer de orígenes inciertos –se decía que era suiza, argentina o rusa– tenía fijación por la bailarina de los pies desnudos, unos celos enfermizos que la llevaron a cometer verdaderas locuras con tal de llamar la atención y arrebatarle los focos en las portadas y secciones de los diarios de la época. Sus duelos de ingenio no desanimaban a Tórtola, al contrario, ella se divertía de lo lindo desde su superioridad.
Fue muy sonado el escándalo del cementerio de Lima que denunciaba el periódico El Comercio el 6 de noviembre de 1917. En aquella ocasión, a la Ruscaya no se le ocurrió otra cosa que danzar en el camposanto al atardecer. Las notas de la Marcha Fúnebre de Chopin fueron interpretadas por un violinista apellidado Cáceres. Acompañada de su madre y de un grupo de jóvenes, ella se movió misteriosamente entre las velas al ritmo de la música ante un público cuya mirada estupefacta se perdía en el cielo del Presbítero Maestro. Entre ellos se encontraba también un amigo de Tórtola, el gran pensador José Carlos Mariátegui, conocido como el Amauta, quien se defendió al ser interrogado por el Prefecto, explicando que la artista necesitaba inspiración y el lugar le parecía el más idóneo. Como precedentes, la rusa tenía a Isadora Duncan y a La bella Valencia en Europa, ya que la primera había bailado en el Cementerio de Père-Lachaise en París y, la segunda, en una iglesia de Segovia con una calavera, pero el caso era insólito en la capital peruana. La comunidad católica estaba más que indignada con lo que el Arzobispado limeño consideraba una profanación. Fue tal la gravedad de los hechos que la Iglesia se planteó bendecir el lugar para restituir el sacrilegio y algunos políticos llegaron incluso a pedir la cabeza de Ruscaya. Mientras tanto, ella aparentaba preocupación por lo ocurrido, pero en el fondo sonreía nerviosa frotándose las manos por el éxito. Era una forma de ganar adeptos entre sus detractores, provocando discusiones que le dieran cada vez más fama y dinero.
(cont.)
Teresa Iturriaga Osa
Fragmento del relato