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Un momento tan grande y tan efímero.

Hoy toca médico. Llegas un poco antes de la hora, por si acaso. Buscas la consulta. El ambulatorio es grande, la sala de espera de las diferentes especialidades es común a todas, sólo se identifican por la colocación de los asientos que delimitan de forma visual su correspondencia. Ocupas tu lugar y te pones cómoda. Hay bastante gente esperando. A pesar de que el centro es de importantes dimensiones, los tiempos de espera también lo son, pero en proporciones exponenciales.

Todo el mundo está absorto en sus móviles. Bendito invento con el que puedes matar el rato. Sin embargo, aún quedan algunas personas, mayores sobre todo, que se paran a charlar con los conocidos, se cuentan sus achaques, sus desventuras, se quejan de lo mal que está la sanidad, se ponen al día de la sociedad circundante y, tras haberse aprovechado un ratito más del calor de la calefacción del centro, levantan los cuellos de los abrigos, anudan bien las bufandas y emprenden el regreso a sus quehaceres.

En estas, aparece una chica bastante joven, de melena rubia, vestida informal, pero elegante, semblante serio y sereno. Empuja una silla de ruedas ocupada por una señora. También bien vestida, aunque las mangas del jersey le quedan algo largas y las lleva dobladas. La escasez y la rebeldía del cabello no ha impedido que alguien se haya entretenido en intentar doblegarlo peinándolo con cierto orden.

Parece que vais a la misma consulta. Se sientan enfrente tuyo. Te permiten fijarte un poco más. A pesar de la diferencia de edad, el parecido es indiscutible, se trata de una madre y su hija.

Apenas ha tomado asiento la chica, se da cuenta de que la silla ha quedado un poco despegada. Vuelve a levantarse, la coloca más cerca de su asiento, encarando a su madre hacia ella. Parece que van a comenzar una interesante conversación, pero no. Se mantiene el silencio. Durante unos escasos segundos la chica se permite relajar la vista dejando que se pierda en no se sabe qué infinito, como si estuviera buscando el lugar en el que su madre parece estar todo el tiempo. Sin embargo, en seguida vuelve, mira a su madre y con una enorme ternura, le coloca el cuello de la camisa, que ya estaba bien colocado, y aprovecha para hacerle un mimo en la mejilla.

La madre sonríe. Qué sonrisa tan sincera y tan llena de expresión. Pero qué efímera. Vuelve a su mutismo en un abrir y cerrar de ojos.

La chica abre su bolso, busca en su interior y saca el móvil. Lo revisa buscando algún mensaje nuevo, pero una casi imperceptible tos de su madre la interrumpe. No lo duda, vuelve a introducir el teléfono en el bolso, se levanta y se dirige a la bolsa que cuelga de la silla. Saca un botellín de agua y se lo ofrece a su madre que, como si de un niño se tratara, lo coge con la ayuda de su hija, y bebe pequeños sorbos.

– ¿Estás mejor? – La madre asiente y vuelve a regalarle una sonrisa cargada de agradecimiento.

Sale la enfermera.

– ¿Otra vez aquí?, ¿ha pasado algo?

– Ha recaído en la neumonía. – Explica con cierta preocupación la hija.

La enfermera le da unos ánimos, se gira hacia ti. Es tu turno. Te diriges a la consulta. Te dan ganas de ir a la chica y regalarle un gran abrazo. Te dan ganas de ir hacia su madre y regalarle un beso. La dedicación y el amor que desprende esa chica hacia su madre te han llenado de vida y esperanza, a pesar de contemplar los problemas de salud de la madre. No ves obligación por ningún rincón, nada está hecho por compromiso. Cada uno de los gestos salen directamente del corazón.

Cuando sales de la consulta, te despides de ellas, con un rápido “adiós” que implícito lleva un “espero que todo os vaya muy bien, que venza pronto esa neumonía y que tan enorme corazón se contagie al resto del mundo y encuentra una pronta y enorme recompensa”.

Tomas nota. Aprendes.

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