Helena Pimenta es noticia porque acaba de estrenar Coraje de madre de George Tabori en el Teatro de la Abadía. Estreno que facilita el encuentro con la que hasta hace poco era la directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y antes de la prestigiosa compañía Ur Teatro con la que ha conseguido muchos premios nacionales e internacionales. Una historia que comenzó en Salamanca con los estudios de filología y su interés por Shakespeare, en cuyo teatro es una experta. Lo que le llevo a ser profesora de instituto en el País Vasco, donde junto con otros profesores montó un grupo de teatro para la enseñanza de los idiomas que se llegó a profesionalizar.
Antonio Hernández (AH) – ¿Qué es para usted el coraje?
Helena Pimenta (HP) – Es un valor imprescindible para cualquier persona. Consistente en enfrentar la adversidad con dignidad. He tendido al coraje siempre. Puede que por ingenuidad o por inconsciencia.
El coraje es algo que me ha gustado cultivar. No echarme atrás, usar los recursos que tengo en cada momento. Me siento bastante orgullosa de esto.
Por eso, he sido capaz de renunciar a muchas cosas. Cosas que aparentemente eran muy preciadas para otros. Lo hacía por seguir manteniendo la dignidad. La verdad es que me gusta mucho la palabra coraje.
AH – ¿Cómo se pone todo eso en una obra como Coraje de madre?
HP – Lo tienes que hacer con valentía. Intentando decirte la verdad sobre lo que estás haciendo. No engañándote. Esta obra tiene una exigencia fuerte con la ética y con evitar el sensacionalismo. Te hace preguntas muy profundas continuamente que tienes la obligación de responder.
AH – ¿Qué tipo de preguntas se ha hecho a sí misma durante su vida?
HP – Preguntas relacionadas con la vida sencilla. Respecto a las relaciones laborales y personales, las ambiciones y las ilusiones. Con respecto a mis afectos. El amor a mis padres, a mis hijos, a las personas más queridas.
Siempre me he preguntado sobre lo que era lo más justo o más coherente. Preguntas de las que siempre sales perdiendo porque te acabas engañando a ti mismo o no te organizas bien.
Preguntas como: ¿qué pinto aquí?, ¿hay que mentir?, ¿hay que ser autoritario?, ¿hay que acompañar?, ¿hay que ser compasivo?, ¿hay que ser honesto? Y, a la vez, pensar: “¡Qué jaleo!”
AH – ¿Haciéndose esas preguntas conseguía respuestas que le ayudaban en la vida?
AP – Sí. Con el teatro siempre lo he conseguido. El teatro es una manifestación artística que cuadra muy bien con mi personalidad.
La madre que protagoniza Coraje de madre le dice a su hijo que no conocía a nadie que además de vivir la vida la contara, como hace él. El hijo es el autor de la obra y también un personaje de esta.
A mí me pasa lo mismo. Gracias al teatro entiendo la vida, me entiendo con ella y me comunico con la gente. Creo que, si no fuera por el teatro, no podría comunicar a la gente las cosas que me pasan, que me inquietan.
La dialéctica con la que se construye el teatro, ese espejo, me obliga a hacerme preguntas constantemente. No digo que encuentre respuesta siempre. Pero me permite aprender cada vez más de la humanidad y de lo humano.
Cuando ves la obra con el público te das cuenta de que las preguntas siguen ahí. Laten en la sala. Aunque sean cosas muy chiquititas.
AH –¿Qué preguntas y respuestas de estas se ha encontrado en Coraje de madre?
HP – El heroísmo anónimo de la madre, de las mujeres de los cuarenta y cincuenta, y las preguntas sobre la bondad y la maldad. Es verdad que casi todas las obras hablan de esto. Claro, como que esa dicotomía no es ninguna tontería.
El contexto de la obra sucede en unos de los momentos más atroces para Europa y para la humanidad. Cuando se exterminaron a seis millones de personas en los campos de concentración. Un momento en el que se vio la parte más oscura del ser humano.
Con ese contexto todo el rato me está preguntando, ¿cómo resistir en esa situación? ¿Cómo ser buena gente? ¿Cómo ser justo con lo que te rodea? ¿Cómo ser responsable? ¿Qué puedes aportar? Y la gran pregunta: ¿cómo hablar sobre todo esto? Preguntas que, en definitiva, están señalando a la memoria.
HP – Sí, pero tenía 20 años y lo viví como una aventura. Tenía una carrera y quería trabajar en un instituto. Por lo que estaba dispuesta a irme a donde tocara. Me ofrecieron un puesto de profesora no numeraria en Vitoria, luego saqué las oposiciones y me dieron una plaza en Rentería.
Iba a vivir lejos de mis padres y de mi gente. En lo que era entonces el País Vasco. Algo de lo que no era muy consciente por mi edad, aunque claro que tenía muchos datos de lo que sucedía allí.
Aunque amo el País Vasco, en aquel momento fue una sensación intensa y dolorosa. De mucha ingenuidad. Estaba convencida de que las personas nos entendíamos hablando. Y más con el teatro.
AH – ¿Hacer pedagogía con el teatro debió resultar muy novedoso?
HP – Y tanto. El Ministerio de Educación nos dio el premio Giner de los Ríos. Participaron catorce profesores de disciplinas tan diversas como historia, matemáticas, literatura española, gimnasia, dibujo, hasta francés. Llegué a hacer Esperando a Godot en francés.
Fue increíble. Éramos unos profesores muy jóvenes. Pensábamos que se podía cambiar el mundo a través de la educación. Y los alumnos eran muy inquietos.
AH – Sin embargo, era otra España, distinta a la de ahora ¿se veía entonces la posibilidad de cambiar el mundo?
HP – Sí. Sí que había esa sensación. Y eso que estamos hablando de los años setenta. Llegué a Rentería en el setenta y ocho. Había muerto Franco y todos estábamos convencidos de que se podía construir un mundo mejor.
AH – ¿Qué aprendió haciendo teatro con los alumnos?
HP – Aprendí a escuchar a los muchachos. Y que ellos tenían que ser protagonistas de su propia historia y de su propia formación.
También, descubrí el teatro como lugar de juego, de posibilidades distintas, de entendimiento a pesar de las diferencias. De hecho, nuestro proyecto se llamaba Lugar de Encuentros.
Las personas que formábamos aquel grupo éramos muy diferentes. Estaban representadas todas las tribus urbanas del momento. Cada uno con lo suyo.
Aprendí mucho sobre la esencia del teatro. Y creo que todavía conservo esa necesidad pedagógica de transmitir una experiencia. De comunicar.
AH – ¿Sigue haciendo teatro con ese espíritu?
HP – Sí. Con el mismo espíritu. En aquel momento era una necesidad vital para comprender el mundo que me estaba rodeando. Hasta para comprender el clima. Me gustaba decir que yo veía el sol dentro de la sala, cuando se encendían los focos.
De alguna forma fue allí donde me di cuenta de que el teatro me permitía encontrarme con las personas y aprendía mucho de ese encuentro. De tal forma que hoy en día aplico el mismo entusiasmo, el mismo ritual y el mismo compromiso que entonces cuando dirijo una obra de teatro.
Hacerlo así me hace muy feliz. Y no ha habido ningún espectáculo que haya hecho en el que no me haya sentido feliz. Esto no quiere decir que no lo pase mal a veces, incluso fatal. Pero siempre soy feliz haciendo teatro.
AH – ¿Cómo se hace la transición de la filología, a la enseñanza y, por último, al teatro profesional?
HP – Hay un momento que la enseñanza y la práctica del teatro fueron incompatibles. Era una profesora vocacional, me gustaba mucho. Sin embargo, con el programa que implanté de la enseñanza de los idiomas a través del teatro fui aprendiendo cada vez más sobre las artes escénicas.
Era un programa que atrajo a otros profesores y, también, a profesionales del teatro. Ellos me enseñaron mucho. Y llegó un momento, con el espíritu de autoexigencia que tengo, que me di cuenta que mi faceta de profesora ya la había desarrollado, pero mi faceta teatral no.
En ese momento supe que si quería saber que iba a pasar con mi interés por el teatro me la tenía jugar. Y que hacer las dos cosas a la vez [ser profesora y dedicarme al teatro] era imposible. No iba a hacer ninguna bien. Así que me tocó arriesgarme.
Mis padres se quedaron sorprendidísimos cuando les conté que iba a pedir excedencia y dejarlo. En aquel tiempo el gobierno vasco te permitía una excedencia de diez años que posteriormente ampliaron. Ahí me salvaron. En esta profesión, con diez años no me habrían dado para saber si podía o no vivir del teatro.
AH – ¿Fue entonces cuando creó la compañía Atelier?
HP – Atelier la cree en el instituto. Era la idea de taller teatral para el centro y para el barrio. Cuando dejé la enseñanza es cuando se crea Ur Teatro porque hay gente de Atelier que quiere seguir trabajando conmigo.
AH – ¿Se llevó alumnos y profesores con usted?
HP – Sí. Éramos conscientes de que había que apostar por todos y con todo. Y así lo hicimos. Fuimos un núcleo de doce personas.
AH – En su carrera profesional predominan los clásicos con Shakespeare y el Siglo de Oro español a la cabeza ¿Qué le han enseñado para la vida?
HP – Me han proporcionado un lugar al que recurrir. Un sitio en el que puedo encontrar todos los puntos de vista desde todos los prismas, todos los colores, y encima me lo cuentan con palabras hermosas.
A mi me gusta mucho la palabra. Soy una militante de la palabra. Me fascina el decir y los niveles de profundidad que se pueden alcanzar con el decir.
Además, los estudios de filología se demoran mucho en llegar a los contemporáneos. Se dedica más tiempo a lo pretérito. Creo que por eso me especialicé en clásicos franceses e ingleses. En este interés, me acompañaba la familia. Mi hermana también era filóloga y de románicas.
Trabajar con un texto clásico es difícil. Más allá de que se trate de una tragedia o una comedia, el texto clásico es un género en sí mismo. Tienes mucho que buscar. Mucho que experimentar. Mucho que estudiar y aprender. Es como si fueran infinitos. A mí los clásicos me dan esa sensación de infinitud en la vida.
AH – Shakespeare se trata en la actualidad casi como si fuera un autor contemporáneo ¿por qué no tienen ese estatus los clásicos españoles del Siglo de Oro?
HP – Pienso que tienen la misma altura que dicho autor. De hecho, cuando hago un Lope o un Calderón les aplico el mismo nivel de análisis estructural que aplico a Shakespeare.
En el siglo XIX hubo una tendencia, por parte de los ingleses, de ensalzar el teatro de Shakespeare como una forma de ensalzar la cultura y la lengua inglesas. Lo que hace que en el siglo XX resultara muy solventes culturalmente a los ojos de los demás. De tal manera que superan el análisis únicamente literario y proporcionan estudios de un gran valor. Además, encontraron la complicidad del público.
Sin embargo, en España a veces se desprecia lo que es nuestro. Por otro lado, siempre se ha asociado el teatro clásico español a algo rancio. Lo que es un gran error porque el teatro clásico español tiene una gran solvencia de pensamiento.
El tiempo que estuve dirigiendo la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) defendía a muerte que los clásicos españoles eran muy grandes. Que tenían mucho que decir y contar. Cuando representábamos las obras del Siglo de Oro por Europa, me emocionaba con la buena respuesta del público.
HP – La alegría y el orgullo de haberlo vivido. Estuvo muy bien ¿Quién me iba a decir a mi que iba a llegar ahí cuando estaba en el instituto? Fíjate lo que significaba para una profesora de francés como yo que el gobierno francés te nombrase Chevalier des Arts et des Letres.
Ahora no soy capaz de imaginarme sin haber tenido esta experiencia. Como profesional del teatro me veo que tengo más mano después de haber gestionado producciones tan grandes y complejas. Tengo más mano a la hora de dirigir, de relacionarme con distintos aspectos del teatro y de gestionar una compañía. El aprendizaje ha sido grande.
AH – ¿Cómo se adapta uno a un entorno de menos recursos?
HP – Cuesta mucho. Pero también cuesta lo contrario. Cuando llegué a la CNTC decía cosas como: “No os preocupéis que llevo la silla en mi coche.” Sin tener en cuenta que en ese entorno no era necesario.
Efectivamente, cuando estás allí hay un montón de gente que te quiere y te apoya. Te das la vuelta y tienes un secretario. Aunque sabía que era temporal, que había que se pasaría. Por lo que el entorno en el que me muevo ahora no me extraña tanto.
Te diría que lo que echo de menos es a la gente. La de un equipo ilusionado por sacar adelante un proyecto. Una actitud más difícil de encontrar fuera de instituciones como la CNTC debido a la precariedad e inestabilidad laborales del sector.
En cualquier caso, disfruto tanto en los ensayos y he vivido lo que he vivido, que ya no tengo la ambición del cargo. Simplemente disfruto de las cosas.
AH – De lo que aprendió en la CNTC ¿qué ha puesto en Coraje de madre?
HP – Por un lado, tuve que desaprender. George Tabori, el autor de la obra, se pregunta cuáles son los límites para hablar del Holocausto y la necesidad de huir del sensacionalismo, del artificio, a la hora de tratarlo.
Por eso, en todo momento me estaba planteando si estaba usando trucos efectistas para montar esta obra. De tal manera que construía y revisaba lo construido una y otra vez para buscar la esencialidad que reclamaba el texto. Su sencillez evitando la aparatosidad.
Aunque gracias a la experiencia, no me volví loca con la búsqueda de esa esencialidad o de respuestas. La experiencia me ha enseñado que tarde o temprano, trabajando disciplinadamente, esas respuestas van a aparecer, las vas a encontrar.
AH – ¿Pero la experiencia de la CNTC le ha servido para montar esta obra?
HP – Sí. Me ha servido para mucho. Para traducir el texto a escena. Incluso, para montarla negando dicha experiencia. He pasado muchas noches sin dormir, pero no por angustia, sino por las ganas que tenía de leer e investigar.
AH – Hemos hablado de muchas cosas, pero ¿de qué no se le pregunta y le gustaría que le hubiese preguntado?
HP – No tengo la sensación de que los periodistas hayan dejado de preguntarme de nada. Quizás porque los temas que he tocado en mi trayectoria profesional han sido muy amplios.
Tal vez, antes echaba en falta que me preguntasen más sobre las dificultades que se tienen para poner en marcha un proyecto teatral. Pero, ahora ya no echo en falta esas preguntas. Ahora sé que las dificultades forman parte de la vida [algo que dice con una risotada y con el buen humor con el que ha respondido a todas las preguntas]