De un chester blanco, de aquella canción escondida en un viejo casette junto a algún beso torpe y furtivo y una carta manuscrita, de un plato de natillas de la abuela. De una manta caliente, del olor a mar salada, de la luna creciente en las noches de mi pueblo, del campo en otoño. De la realidad a veces, de los sueños …siempre. De un abrazo de cinco minutos largos, de las hojas verdes, de los faros que permanecen iluminando en la tormenta. De un baño caliente de espuma blanca, tan blanca como la de las olas, como la de la cerveza, como la de la ilusión en su fervor.
Y suma y sigue; porque sigo sumando. Porque le he cogido el tranquillo, al fin, a (sólo) sumar; y ya me sale de cabeza, sin utilizar los dedos como cuando eres chica.
De las carreteras secundarias sin desvíos a ninguna parte, con destino al fin del mundo; de los viajes de improviso al fondo del corazón; de los puestos de flores (silvestres). De los cafés que se quedan fríos de tanta charla y tanto “tanto”. De la amistad a tiempo completo, del amor a tiempo infinito. No, mejor, del amor en tiempo real.
De la magia de decir SI. Y de la fuerza de lo contrario cuando, por fin, logras poner de acuerdo a la cabeza y al corazón en esa asignatura en la que siempre sacabas suspenso: cuidar de ti.
Del ineludible tic tac del aquel reloj de arena que guardo como recuerdo en el tercer cajón de mis veinte años. De los libros nuevos, pero sobre todo de los libros viejos, comidos de polvo de ese de la buena literatura. De la foto de un perro rojo que se quedó en el otro lado de la frontera, de aquella otra cuyo calor se me escapó entre los dedos un 5 de junio.
Y de un Hada que aún une su huella a mi huella y me hace manada.
De la luz de las velas en medio de la oscuridad. De una película en blanco y negro en un viejo cine con asientos de terciopelo gastado. De la Piaf de fondo. … De los desayunos con Champagne.
De la risa de (todos) mis sobrinos.
De Italia.
De..
Mi.
Estos días he aprovechado para sacarle punta al lápiz de color “rojo vivo” y hacer inventario con letra de caligrafía, como aquella bonita de los cuadernos del colegio que jamás conseguía tan primorosa, de todas y cada una de las cosas que te hacen recobrar la energía, esas que conviene recordar (del latin, re cordis: volver a pasar por el corazón) para cuando la batería se descarga, cuando amenaza lluvia. Esas cosas que son ‘casa’, esas donde te sientes a salvo, que te devuelven la calma y el orden: la calma que te da, precisamente, poner orden; el orden que te da, justamente, tener calma.
Es el Inventario de aquellas cosas de las que sacas las fuerzas cuando el frío aprieta. Una lista que tiene palabras en negrita, y en mayúscula; subrayadas, entrecomilladas e incluso entre paréntesis. Tiene notas a pie de página y algún que otro post it mental. Y si unes la primera letra de cada palabra se dibuja el mapa de un tesoro: los tesoros de mi vida, esas cosas en las que soy afortunada así, en absoluto. Una lista a la que le falta (mejor dicho, le sobra) alguna letra del abecedario; porque sí, con el tiempo acabas aprendiendo a cuidar de tí misma de pensamiento, palabra, obra…. y omisión.
Ese es mi Inventario, pero puedo inventar-me otras mil formas de recobrar la fuerza…