Tengo unas ventanas que dan a la Catedral. Al Gótico.
Ese barrio que está desde siempre y que ahora está lleno de aire y de quietud por la ausencia de turistas.
Por las mañanas, cuando me despierto, lo primero que hago es abrir mis contraventanas que son la parte material que me conecta con el mundo, con lo que hay fuera, con los demás, con el olor a suciedad, a patinete, a chino, a iglesia, a chuchería.
Y veo mis zapatos rojos, acharolados, asomar por una esquina debajo de la cama. Esperándome.
Quieren salir, quieren que recorra de nuevo esas calles que tú y yo habíamos devorado en un tiempo que ya se me olvida.
Dicen que los espacios condicionan los sentimientos y yo creo que estas calles angostas crearon lo nuestro así como fue, así tal y como sucedió y nos llevó a un callejón sin salida y que tu problema y el mío se soluciona con lo que cuesta un billete de metro que me lleve a tu casa o a ti a la mía, y que nuestro problema en realidad es tan sencillo como el origen de los tiempos, como el origen del mundo de Gustave Courbet o, lo que es lo mismo, ¿por qué tu y yo estamos aquí?
Sé que no es tan sencillo.
Sé que no puedo comprar ese billete de metro e ir a tu barrio a deambular por si te veo como si no hubiera pasado nada entre tú y yo, o sea, entre nosotros, en esta ciudad que huele a orín y a cerveza reseca.
Y entonces me cabreo y cierro las contraventanas.
Recuerdo una tarde cuando era niña. Yo debía de tener menos de diez años y teníamos invitados en casa. Mi padre enseñaba a su amigo su pequeña colección de bebidas, whisky, ginebra, que sé yo. Yo, la niña. La niña que solo recuerda que al final llegó a su más preciado tesoro, una botella de Lepanto, con un tapón de cristal facetado. Ya tenía pinta de antigualla en aquel tiempo. Mi padre le dijo a su amigo que esa botella solo la abriría en una ocasión especial, por ejemplo la boda de su hija. Ninguno de los dos me miró pero la hija, la única hija era yo. Mi padre esperaba que me casara. Es decir que esa niña se casara algún día. Para él iba a ser un día de celebración. No lo entendí. Aun no lo comprendo. Y no sé si mi padre seguirá pensando lo mismo.
Si quiero verte no es por esa promesa que le hice mentalmente a mi padre con mi alma de niña buena, obediente que ama a su padre y quiere hacerle feliz. No, no es por eso. Tampoco por complacerte.
Es simplemente porque te necesito o creo que te necesito. Para no estar sola aunque no me sienta sola pero creo que debería sentirme sola porque me has abandonado y sin embargo no me atrevo a admitir que no, que no me siento sola aunque a veces te eche de menos. Solo a veces. Y no se lo digo a nadie porque no quiero que me tachen de no tener corazón pero lo cierto, es que nuestra relación, no se merecía una boda y es mejor saberlo ¿no crees?
Nunca me he casado, papá. Y no creo que lo haga.
Y me enfado conmigo misma por no ser lo que ellos quieren, por ser tan imperfecta, por no haber podido cumplir con las expectativas de toda la familia, de mi padre, especialmente, con las tuyas, con las que yo misma me había impuesto.
Y cierro mis contraventanas con un golpe ruidoso.
No me puedo casar porque leí Madame Bovary a una edad temprana y cualquiera que haya leído ese libro me comprenderá.
La fascinación por los botines de Emma que sentí. Esos botines de piel que ella besaba, que ella besaba después de que la invitaran a un baile por primera vez, una vez ya casada con Charles, aburrida de ser ama de casa, ella quería salir. Y bailó, cómo bailó, y brilló, cómo brilló Emma, en su salsa por toda la estancia, moviéndose a indiscretos pasitos de baile con sus botines. Tanto, tanto se movió que se quedó cera del suelo incrustada en las suelas de los botines y Emma al día siguiente los besaba porque tenían marcas de cera anaranjada, tan elegantes, tan de ella, tan adúlteros como yo, cariño, como lo he sido yo contigo.
Lo siento por decepcionarte. Lo siento, papá porque esa botella se va a pasar y ya no estará buena. Lo siento por haber leído Madame Bovary antes de tiempo.
Esos botines que tanto servicio le hicieron a Emma, la llevaron no solo al baile, si no a Rouen, a los encuentros con sus amantes. Pero eso es un decir porque esos encuentros con sus amantes eran solo la punta de iceberg. En realidad Emma viajó, viajó fuera del lugar en el que la querían colocar. Acertada o no, por unos momentos con esos botines que sus amantes acariciaban, con esos botines que los hombres querían quitarle y ponerle, una y otra vez, como tú a mí que siempre me decías que me pusiera los zapatitos rojos acharolados para salir a caminar, que los de tacón me harían polvo la espada, y yo te hacía caso. Y aun me los pongo aunque tú no estés. Y esa veneración que les tenías, y como los limpiabas cuando creías que yo no te veía, y cómo me acariciabas los pies, con qué deleite y yo te miraba sin entenderte.
Creo que los odias, que ya no soportas esos zapatos porque son los mismos que me llevaron a la casa de otro que no eras tú. Por estas calles de gótico. Estas calles que destilan destinos inciertos, gente que se busca la vida, hurtos frecuentes y el espíritu adúltero de algunas señoras que hace un par de siglos corrían por estas calles con sus botines finos para encontrarse con sus amantes, como yo, como Emma.
Un día me llega una carta.
Una carta secreta porque era anónima.
Esa carta contenía una hoja con varios pétalos secos, hojas resecas, pegadas con delicadeza. Ni una palabra. Pero no hacía falta. En seguida lo vi claro. Era el ramo de flores reseco, marchito. Con ese ramo tú me decías que no te ibas a casar conmigo.
Y aunque lo intentas eso no me cabrea. Al contrario, me alegra. Y abro mis contraventanas, y me pongo mis zapatitos acharolados para caminar más libre por las calles que quiera, para tomar aire de los mismos espacios que había frecuentado contigo y me propongo sentarme en algún lugar con encanto y tomarme y una copa de algo bueno, si no de Lepanto de algo caro, de algo que sea lo más caro de la carta de bebidas.
No siempre hay que estar acertada, hay que estar feliz.
Y yo lo estoy en estas calles.