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Metamorfosis

Era necesario que el cambio tuviese lugar en el mismo instante en que el sol transformara la noche en día

Hoy sucedería, por fin podría volar. Martín se levantó muy temprano, era necesario que el cambio tuviese lugar en el mismo instante en que el sol transformara la noche en día. Recogió sus cosas y las introdujo en la mochila de lona vieja. La costumbre le hizo extraer dos pastillas de un pequeño blíster,  llevaba semanas sin tomarlas. Jugueteó con ellas entre sus dedos y pensó en cuanta vida y amigos le habían robado, inmediatamente  las arrojó con asco a la papelera.

Salió de la casa rural en la que se había alojado y afuera, en plena oscuridad, inspiró el purificador aire de la serranía, disfrutando de la humedad y el olor a noche. Miró a su alrededor angustiado, buscando a Amelia, hasta que por fin la sintió y se relajó. Ella se había colocado a su derecha, su lugar favorito,  le susurró un “buenos días” y le alentó a continuar con el plan. Ascendió por un caminucho polvoriento, escuchando el crujir de la hojarasca a cada uno de sus pasos, un ruido tan intruso como él en ese lugar. Amelia  había aparecido en su universo durante la adolescencia y  desde entonces había permanecido incondicionalmente a su lado. Era su guía. La única que lo calmaba en sus ataques descontrolados y le ayudaba a soportar un mundo ajeno y doloroso. Se acordó de cuando su familia y todos los extraños que no lo creían la hicieron desaparecer. Barrieron su mundo con pastillas, tratamientos… El miedo a la soledad  estuvo a punto de acabar con él. Afortunadamente todo ese dolor había quedado atrás.

Tras hora y media de caminata llegó a la cima. Apenas intuía el valle que yacía a sus pies en la negrura, esperando silencioso a que los primeros rayos descubrieran su brillo.

– Es el momento ¡desnúdate! – le acució Amelia – tiene que ser ahora.

Martín se desnudó. Temblaba, hacía frío. Se tumbó sobre el áspero suelo y cerró los ojos. Sintió que sus piernas se encogían, a la vez que que los dedos de los pies se estiraban y se apretaban entre sí. En el resto del cuerpo notaba como miles de finas agujas atravesaban sus poros, de dentro hacia afuera, asomando desnudas, para inmediatamente cubrirse de una pelusa suave que iba adquiriendo volumen. Las manos y los brazos ya no existían, eran prolongaciones de su torso y se iban envolviendo con un plumaje pardusco. La cara le dolía, la notaba seca. Su boca se endurecía cada vez más y se cerraba sin labios. No podía parpadear.

-Tranquilo Martín ya queda poco – le susurró Amelia.

Le costó incorporarse, se tambaleó y estuvo a punto de caer. Manejarse en ese cuerpo no era fácil. Torpemente se aproximó al borde del precipicio.  Hundió sus garras en el suelo arenoso y observó el paisaje con un precisión asombrosa. En ese momento el sol lanzó su primera señal y esa luz que él había buscado toda su vida lo iluminó. Se giró hacia  Amelia, que lo observaba orgullosa y a su señal extendió unas poderosas alas y empujado por la libertad, ansiada durante toda su vida de incomprensión, se lanzó a volar y se alzó por encima de la realidad, de la verdad, de la razón, de todo aquello de lo que siempre había estado tan lejos …

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