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Sin miedo al ridículo

Ver el lado gracioso de las situaciones embarazosas nos ayudará a superarlas, a reírnos de nosotros mismos y a crear un ambiente relajado. Para conseguirlo, existe un método: practicar haciendo el rídiculo.

¿Te tiemblan las rodillas sólo con pensar en dar una conferencia en público? ¿Lo pasas mal cuando cometes alguna torpeza delante de los demás? ¿Evitas abrir boca en ciertas conversaciones para no quedar mal?

Enhorabuena, eres como todo el mundo: tienes un robusto sentido del ridículo. Es algo que no debe preocuparte, excepto cuando su exceso te impida actuar.

El sentido del ridículo es una característica exclusiva del ser humano –ni los hipopótamos ni los babuinos se sonrojan–, y cabe decir que tiene su utilidad.

Imagínate la locura de un mundo sin el freno del ridículo, un mundo literalmente compuesto de “sinvergüenzas”. Pero también es cierto que un sentido del ridículo excesivo puede tener consecuencias negativas. Un adolescente a quien le avergüence entrar en una farmacia a comprar preservativos puede acabar manteniendo relaciones de riesgo. Una empresa tomará decisiones equivocadas si las personas del equipo con las mejores ideas y criterio no se atreven a alzar la voz en los momentos críticos. Seguramente te habrás encontrado alguna vez en situaciones parecidas.

Todos hacemos el ridículo

¿Qué podemos hacer para superar una excesiva sensibilidad al ridículo? Lo primero es darse cuenta de que nadie es perfecto, que vivimos la vida en borrador y que todo el mundo pasa un mal trago de vez en cuando. Fíjate en la gente que está siempre delante de las cámaras. ¿Cuántas veces has visto a un jefe de estado tropezarse en la escalerilla de un avión o a una presentadora de las noticias que tiene que improvisar su discurso porque las imágenes desde Afganistán no llegan en el momento adecuado? La próxima vez que pases vergüenza por algo, ¡acuérdate de ellos!

Lo curioso es que las situaciones embarazosas suelen ser también muy graciosas, especialmente si la persona que hace el ridículo no sale demasiado mal parada, y si esa persona, evidentemente, no eres tú. De hecho, se han realizado programas de televisión que consisten principalmente en la emisión de vídeos caseros de torpezas, caídas, despistes y otros momentos ridículos.

La misma palabra ridículo proviene de la palabra latina ridere, que significa “reír”. Y si lo piensas, incluso tus propios bochornos se van volviendo más divertidos con el tiempo. Esa situación en la que quisiste que la tierra te tragara a los 14 años –época de especial sensibilidad al ridículo– ahora puede ser motivo de grandes risas con tus amigos.

Te propongo un ejercicio basado en este principio que te servirá para reciclar tus peores momentos en anécdotas cómicas. La próxima vez que te reúnas con un grupo de amistades, pide a cada persona que piense en una situación embarazosa que ahora se pueda contar y que la describa con todos sus horrorosos matices.

¡Es una manera muy eficaz de animar una fiesta!

Reírse de uno mismo

En realidad, no hace falta que pasen años ni meses para reírse del propio ridículo. Basta solamente con algunas semanas. ¿Semanas? ¡Pero qué digo! ¿Para qué esperar? Lo mejor de todo sería reírse en el mismo momento de hacer el ridículo. Porque, si lo haces, sufrirás menos y, además, neutralizarás la mota que ensucia tu reputación con la eficacia del mejor quitamanchas.

Si eres capaz de reírte de ti mismo cuando haces el ridículo –más aún, si puedes bromear al respecto– demuestras que, en realidad, no eres tú la persona ridícula sino ese “tú” de antes, un “tú” desechable del que todos podemos reírnos. Es como cuando un payaso en su espectáculo comete una torpeza: nos reímos del personaje y no de la persona que se pone la nariz roja. Al tomártelo con sentido del humor y restarle importancia, todo el mundo se relaja y el grito de “¡tierra trágame!” se transforma en una exclamación cómica.

Recuerdo un espectáculo que ofreció Pep Bou, un artista que crea figuras increíbles con pompas de jabón, durante un congreso de astronáutica, ante distinguidos científicos, el director de la NASA y numerosas personalidades. Por una corriente de aire en el auditorio, las pompas se reventaban enseguida, y podía haber resultado un espectáculo bochornoso. Sin embargo, Bou, cada vez que sus efímeras creaciones le traicionaban, ponía cara de sorpresa o disgusto exagerado, sonreía, imitaba con la mímica la explosión de las pompas y convertía cada fracaso en una nueva broma. Al final, el presentador del evento contribuyó a salvar la situación improvisando una charla sobre cómo en la exploración espacial también sucede que, por mucho que te prepares y tomes precauciones, nunca sabes cuándo algún ordenador te falla o el mal tiempo te fuerza a cancelar un lanzamiento. Los asistentes del congreso aplaudieron calurosamente los esfuerzos de ambos.

 

Practicar en entornos seguros

La mejor manera de aprender esta capacidad para superar el ridículo es, evidentemente, hacer mucho el ridículo. Lo importante es practicarlo en entornos seguros, en los que no importa que nos equivoquemos y todo salga mal. Por ejemplo, apúntate a algún curso de baile, preferiblemente de alguna modalidad que no controles en absoluto y con otros principiantes. También sería válido apuntarse a una clase de ruso, de malabarismo, de teatro, de hablar en público o de cualquier habilidad escénica. Estas actividades te forzarán a exponerte y a equivocarte, y tendrás la oportunidad de practicar la risa a tu propia costa. Además, las artes escénicas nos permiten salirnos de los límites de la “normalidad” y explorar nuevas posibilidades expresivas con la seguridad que nos otorga el llevar puesta una máscara.

¿Podemos llegar a acostumbrarnos a hacer el ridículo? ¿Podemos incluso cogerle cierto gustillo? Bueno, tampoco nos pasemos… Pero, por lo menos, una situación bochornosa no tiene que significar el fin del mundo ni la necesidad de mudarse al más remoto rincón del Amazonas.

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