La queja es el combustible que alimenta muchos conflictos personales y provoca que discurran de forma repetitiva, circular, y que resulten totalmente improductivos. Una de las claves para superar las experiencias conflictivas es, precisamente, ir más allá: dejar de vivir instalados en la queja para aprender a hacernos cargo de las auténticas necesidades que se ocultan tras esta actitud.
¿Saben cuál es la primera conducta de apoyo a nosotros mismos, el primer acto de autoayuda en nuestra vida? Cuando tratamos de conseguir que alguien, seguramente nuestra madre, se ocupara de nosotros. Y lo hicimos mediante un mecanismo extraordinario que la naturaleza puso en nuestras manos: el llanto. El refranero popular lo sabe perfectamente y por eso nos advierte: “El que no llora no mama”.
Generalmente, para un niño o niña que está en las primeras fases de su vida, el mundo funciona según dos premisas básicas relacionadas con su bienestar. La primera, alguien ha hecho algo que ha producido mi frustración; la segunda, alguien ha dejado de hacer algo que yo esperaba y por eso me siento mal. Una vez establecidas ambas premisas, obtiene una conclusión evidente: alguien va a tener que hacer algo para que deje de sentir esta frustración; para recuperar mi bienestar tengo que “tocar el timbre”, llorar, y el mundo, mi madre, pondrá su pecho en mi boca para satisfacerme, pues ella siempre siente empatía con este clamor mío y acude presta en mi ayuda.
De esta forma, el llanto del bebé, esa queja primigenia que lanzamos todos nada más llegar a este mundo, cumple una función fundamental: atraer a la madre en busca de alimento, de cariño, de protección; llamar su atención para que satisfaga aquellos aspectos que el pequeño no puede obtener por sí mismo. Su única responsabilidad, por el momento, será justamente esa: llorar, quejarse. Y decimos por el momento, porque será así hasta que llegue el día en que disponga de los recursos adecuados para afrontar de forma distinta la situación.
Por ejemplo, llega un momento en el que un niño, aunque haya aprendido a caminar, prefiere que le sigan llevando en brazos en lugar de ejercitar sus piernas. Pero la madre, esta vez, puede decidir no llevarlo en brazos; ante la frustración, su hijo volverá a hacer “sonar el timbre”, a utilizar su mecanismo mágico: llorar. En ese instante, su queja ya es diferente a la de un bebé indefenso. La madre intuye esta nueva funcionalidad del llanto de su hijo y cambia también su actitud hacia él. Cuando siente que esa queja ya no es producto de una falta de recursos, de una indefensión honesta o de un dolor transparente, ya no acude tan presta y empática como lo hacía meses atrás.
Pues bien, todos, en determinadas circunstancias, continuamos caminando por la vida con el objetivo de que nos lleven en lugar de ejercitar nuestras piernas. Seguimos, en ciertos momentos –bastantes más de los que creemos–, tratando de que quienes nos rodean se movilicen para hacerse cargo de nosotros. Y el resultado de esta actitud es que nuestra queja, esa reminiscencia del llanto infantil con la que tratamos de conmover al mundo para que se ocupe de nosotros, para que nos lleve en brazos, lejos de provocar la tan deseada empatía frente a nuestro malestar, desencadena, justamente, los sentimientos opuestos.
Seguir manteniendo estas actitudes infantiles de adulto, y anclarnos a estos modos de afrontamiento arcaicos, comporta dos consecuencias importantes. Por un lado, es muy probable que contrariemos a las personas que escucha nuestra queja y nos encontremos con su negativa o con que nos retire su apoyo. Todos sabemos que no conmueve ayudar a quien no se ayuda a sí mismo.
Por otro lado, y más importante, cuando no asumimos la responsabilidad de nuestra experiencia, sino que la delegamos en el otro para que nos ayude –sea la pareja, el jefe, la vida, Dios, la suerte, el destino, los padres…–, nos convertimos en seres pasivos que viven las relaciones y todas las experiencias de forma unidireccional, tal como un lactante: el otro da o cuida y yo recibo.
Llegados a este punto alguien puede pensar que si la queja es una expresión de dolor, lamento, sollozo, etc., también será la expresión natural, incluso saludable, de nuestros sentimientos. Por supuesto que sí. Pero la queja puede ser más que eso y convertirse en una conducta perniciosa porque toda queja encierra en sí misma una necesidad no expresada que queda implícita. Es el receptor de la queja el encargado de descubrir y atender dicha necesidad. De esta forma, nos transformamos en seres dependientes e impotentes que buscan ser consolados por los brazos del mundo. Como decíamos, conseguir mediante el llanto que nos lleven en volandas puede ser una bendición, pero también puede acabar por convertirse en una maldición.
Experimentar frustración, sea por la pérdida de algo o alguien importante para nosotros, o por no haber logrado un propósito o deseo anhelado, es normal y forma parte de la experiencia de vivir. El problema es cómo lo vivimos, la forma particular de afrontamiento que utilizamos ante dicha situación, el modo particular que elegimos de expresar nuestro sentir y nuestra necesidad. Es importante que consigamos desarrollar conductas alternativas, nuevas formas de encarar nuestras necesidades que nos permitan una expresión de las mismas más responsable, saludable y madura.
Por eso, en este tipo de situaciones, pregúntate cuál es el mensaje que quieres transmitir con tu queja, cuál es la necesidad que se esconde en esa forma de expresión. ¿Necesitas sentir más muestras de afecto de tu pareja? Si es así, analiza cómo se lo haces saber: ¿es una expresión franca y abierta o, tal vez, una recriminación, una actitud victimista? Cuando descubras cuál es tu necesidad real, plantéate si quieres transmitirla de forma clara y honesta. Recuerda que esta actitud promueve la empatía y el acercamiento, mientras que la queja provoca lo contrario.
Aprender a pedir, en determinados momentos, que necesitamos que nos lleven en brazos, lejos de convertirnos en niños dependientes, nos transforma en adultos responsables de nuestras propias necesidades.
Al mismo tiempo, el hecho de mostrar una actitud honesta, de expresar nuestras necesidades auténticas, de responsabilizarnos de nuestra vida, nos dará algo que solo nosotros, y nadie más, puede ofrecernos, una manera más madura de estar en el mundo y de relacionarnos con los demás.