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13 Años ya…

13 años ya. Y aquí estamos, sanas y salvas. Si esto fuese el Tour de Francia, ya habríamos pasado unas cuantas etapas. Ha habido subidas y bajadas, pero la mayor parte del tiempo el camino ha sido llano; y eso porque ella también me lo ha puesto fácil. Supongo que, a partir de ahora, vendrán algunas etapas duras, pero sólo aspiro a pasarlas sin demasiado sufrimiento, como hasta ahora.

Desde el primer momento que vi esos ojitos rasgados mirándome, supe que mi vida había cambiado y tenía ante mí el trabajo más difícil e imposible de enseñar o de aprender. Ser madre/padre o hijo/a no viene con manual de instrucciones. Se va aprendiendo sobre la marcha. Y si dejas de pedalear, te caes.

Cuando todavía iba en su silla de paseo, le enseñé a esperar pacientemente a que el semáforo se pusiese en verde para cruzar. Ahora es ella la que en las excepcionales ocasiones en que cruzo con el semáforo en rojo (sólo cuando advierto que no hay coches en, al menos, doscientos metros de distancia) me riñe y adoctrina. Con razón.

A veces siento que es ella la adulta y yo la niña. No deja de sorprenderme su sentido de la responsabilidad. Acata los castigos sin objeción. Sabe que discutirlos es mala decisión. Por las buenas, todo (o casi); por las malas, nada.

Creo que, a lo largo de su corta vida, le he dicho más veces “no” que “sí”. Y no me siento (demasiado) culpable por ello. Al contrario; creo que es beneficioso para su vida de adulta. Esa manida frase de “quiero darle todo lo que yo no tuve” para mí no sirve. Por suerte, a mí no me faltó nada. Nada imprescindible, quiero decir. Puede que no haya vestido ropa de marca, por no poder pagarla; puede que no haya tenido los últimos juguetes, pero nunca me faltó lo que de verdad importa: la comida y el amor. Y eso es lo que quiero que a ella no le falte. El resto es secundario.

No quiero llenarla de caprichos absurdos. Y quiero que sepa lo que cuestan las cosas. No tengo ni idea de lo que le deparará la vida; no soy adivina. Por supuesto que quiero lo mejor para ella y deseo, con todas mis fuerzas, que tenga una buena vida; pero no quiero ofrecerle imposibles que mañana no pueda tener y haga que se sienta frustrada. Ojalá pudiese ofrecerle un camino de rosas, pero eso no está en mis manos, y en la vida también hay espinas; lo único que podemos hacer es andar con cuidado para no hacernos daño con ellas.

Discutimos, claro que discutimos… una relación madre-hija no sería normal sin discusiones. Intento establecer unas normas aunque, a simple vista, puedan parecer absurdas. Por ejemplo: si no hace su cama por la mañana, antes de salir de casa, se queda un día sin móvil. He tenido que escuchar todo tipo de comentarios al respecto y me tildan de exagerada. Algunos me dicen que es un castigo ridículo y desproporcionado. Pero yo me mantengo firme. No se trata de la importancia de hacer o no hacer la cama. Se trata de cumplir las normas. Hacer cada día su cama es una de las pocas “obligaciones” que tiene y tiene que aprender que si no las cumple, tiene sus consecuencias (y me importa muy poco lo que opinen los demás al respecto).

No tengo ni idea de cuál es la forma “correcta” de educar, pero sí creo que una de las mayores bases de la educación es hacer que nuestros hijos sean buenas personas, que tengan unos valores. Educarlos, sobre todo, en el respeto. Y, de momento, creo que no lo he hecho tan mal, porque me siento muy orgullosa de mi pequeña adolescente.

Entiende y valora la importancia de la familia y de la amistad. Es una persona noble y sufre ante las injusticias. Amiga de sus amigos. Amante de los animales. Tímida. Curiosa. Cariñosa. Algo cabezota y bastante apasionada. Podría enumerar una lista enorme de sus virtudes (y defectos también), pero espero seguir conociendo muchas otras a lo largo de los años que nos quedan. Y que no deje de sorprenderme.

Y ¡qué demonios!… a veces también me exaspera y me dan ganas de matarla (la adolescencia es una etapa rebelde…) pero, a pesar de todo, la adoro.

La amo con todo mi ser.

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