Llevaba varias décadas vaciando los armarios de mi vida de gente tóxica y la pandemia que, recién comienza a aflojar, me ha ayudado a aligerarlos mucho más.
En situaciones como la que hemos vivido, se demuestra la altura moral del ser humano. Algunos crecen hasta el infinito y otros se empequeñecen tanto que cabrían por las alcantarillas. Por eso, ahora más que nunca, elijo libre y conscientemente a la gente con la que quiero seguir el resto del camino. Y no, necesariamente, por afinidad ideológica, sino porque, aún pensando distinto, nos respetamos, podemos intercambiar opiniones con serenidad, nos guardamos la necesaria lealtad que nace de reconocernos humanos, falibles y limitados y no nos duelen prendas en pronunciar esas tres palabras tan poco utilizadas y que tanto dolor evitan: Perdón, me equivoqué. La voz de esa gente sí merece mi atención, la de los demás es solo ruido; y el ruido tapona los sentidos y altera el ánimo, algo poco aconsejable cuando las circunstancias te dejan en pelotas, a la intemperie y exudando miedo e incertidumbre.
Si algo he aprendido de esta pandemia es que de aquí en adelante voy a seguir vaciando mis armarios a la par que lleno mi vida de gente que merezca la pena y mi cabeza, de ideas que ayuden a construir. Para destruir ya hay una legión de miserables, muchos de los cuales han ido saliendo de mis armarios en estos meses. Como decía mi abuela: tanta gloria lleven como descanso dejen.
Solo aspiro a que cuando llegue el momento de la despedida, pueda irme con la certeza de que elegí a esas personas libre y conscientemente, que fue nutricia nuestra relación y que parto conforme con mi vida.
Y con los armarios vacíos y las manos llenas…