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𝕊𝕝𝕠𝕨 𝕝𝕚𝕗𝕖: Hoy

¿Cuántas de vosotras estáis pensando ya en lo que haréis mañana? En la comida, en visitas a la familia, al supermercado o quizá incluso planeando alguna pequeña excursión.

Un paso más, ¿cuantas de vosotras estáis ya pensando en la semana que viene? ¿Y cuantas pensáis todavía más allá? 

Me declaro culpable.

Sábado 26 de septiembre

Hoy por la mañana tuve el lujo de despertarme sin que la alarma me taladrase los oídos y me hiciese saltar de la cama. Había sido una semana complicada de reuniones, viajes de trabajo y entrega de informes y había llegado al viernes, simplemente, agotada. Durante unos segundos, me quedé allí, en la cama, disfrutando del silencio que me ofrecía el sonido de la lluvia contra mi ventana. Me giré suavemente hacia ella disfrutando del tacto de las sábanas y del olor a loto, lavanda y jujube de mi almohada y entonces, sin quererlo, sin ni siquiera esperarlo, vi la hora en el reloj de la mesilla: ¡¿las 10:30?! 

Salté de la cama y me metí directa a la ducha. ¡Debería estar ya en el supermercado! Entre que era sábado y la lluvia que estaba cayendo si no llegaba pronto me encontraría con colas interminables y un tráfico denso que no me dejaría llegar a casa antes de las dos, como mínimo.  Me hice un moño a toda prisa, cogí el bolso y conseguí salir de casa a las 10:50 lanzándole un beso a mi marido y a mi hija que jugaban a construir bloques en la alfombra del salón, ajenos a mi descontrol interno. La compra me llevó unas dos horas en total así que a las 13:45 ya estaba preparando la comida para Pablo y para mí, el puré para Ana y preguntándole a Google cómo congelar el pescado que había comprado. 

Llegó mi marido con la peque y me permití el lujo de darle de comer. A Ana le encanta la crema de verduras así que no fue un trabajo difícil, hicimos el avión y jugamos a hacer formas de corazón en su bol de elefantes favorito cuando ya estaba acabando. Cogí el relevo de Pablo con la olla de las albóndigas mientras él se llevaba a mi niña, a ese pedacito de mí del que nunca tenía suficiente, a dormir la siesta. Hubo suerte y a las tres ya estábamos comiendo mientras yo le contaba mis aventuras en el supermercado:

–  ¿Cómo puede la gente ser tan pesada? — dije recordando mi enfado del momento y recolocándome los pelos que se me habían ido cayendo del moño — ¿Te puedes creer que una señora en la charcutería estuvo pidiendo durante ocho minutos? ¡8 minutos! Que si “¿cómo sabe este pavo?” “¿Sale bien este jamón?” “¿El queso fresco lo tienes desnatado?”  ¡Que desconsideración! — le protesté a mi marido mientras él escuchaba pacientemente, sonriendo como sólo él sabía hacerlo.

– ¿Y el tráfico? ¡Horroso! ¡La gente no sabe conducir cuando llueve! ¡De verdad que no! — finalicé.

Él me cogió la mano y la acarició suavemente; me miró como tantas veces lo hacía durante el día y, una vez más, dijo:

– Estás preciosa, ¿lo sabías? 

Sólo él podía sacarme una sonrisa en días en los que no me sentía yo, ni como madre, ni como mujer. 

Se quedó recogiendo la cocina en lo que yo me sentaba a mirar e-mails, aún no había tenido ocasión de hacerlo y no me gustaba enfrentarme al lunes sin saber lo que me tenía deparado. Descubrí que no me había equivocado y que, de nuevo, habían organizado una reunión con el departamento de marketing el martes a las 11:30h, obligándome a reorganizar el lunes para poder preparar la reunión. 

Un “papa” me sacó de mi ensimismamiento y miré el monitor, Anita se había despertado y agitaba el monito de peluche con el que dormía. Fui a cogerla y jugué con ella en el parque del salón mientras pensaba en los problemas de posicionamiento que estaba teniendo la empresa y en posibles soluciones que sugerir hasta que llegó Pablo y me fui al despacho. No podría sacármelo de la cabeza hasta que no me lo sacase de delante. Como siempre que abro el ordenador, una cosa llevó a la otra y cuando miré el reloj descubrí que ya me había perdido la hora de la merienda de Ana: eran las 19:40h. Me invadió una sensación de culpa, la misma de otras tantas veces.

Cerré el ordenador para dirigirme al salón cuando me vibró la muñeca: mi madre. Había estado llamando durante la tarde y me había olvidado totalmente me devolver la llamada. Pablo insistió en prepararle la cena a Ana para que yo pudiese llamarla y así, sin darme cuenta, llegó la hora del baño y después “nuestro momento”, el de Pablo y mío. Solía ser mi momento favorito del día porque, en nuestro salón, nos olvidábamos del mundo exterior, decidíamos juntos qué película ver y la disfrutábamos juntos con una copa de vino y algo de cena de picoteo aunque ahora me doy cuenta de que, durante los últimos meses, yo estaba más pendiente de mi móvil que de la película.

A las 00:50 nos fuimos a la cama, aún sin hacer, tal como la había dejado por la mañana. Me tumbé en un lecho de loto, lavanda y jujube y, como un huracán, me arrasó la sensación que había sentido aquella mañana; esa sensación de paz escuchando la lluvia: sin prisas, sin pensar. De pronto me di cuenta de que ese había sido el único momento en semanas en el que había vivido en el presente. Se me encogió el corazón.

Me abracé a Pablo y él, que me conoce más que yo a mí misma, dejó caer un: “Mañana iremos a dar un paseo por la playa, solo los tres, Ana, tú y yo. Sin móviles y sin relojes. ¿Qué te parece?” Le abracé, no necesitaba más respuesta. Le abracé y me dormí con lágrimas en los ojos, sin saber muy bien si eran de culpa por el día que había pasado o de gratitud por tener a alguien que me ayudaba a mantenerme presente, aunque a veces se lo ponga difícil. 

Y es que a veces no nos damos cuenta de que estamos viviendo hasta que la vida se convierte, simplemente, en un recuerdo. 

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