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Así aprendí desde la resiliencia

Querido lector, ya que has llegado a este espacio, permítete llegar hasta el final. Esta es una historia real.

Hace un par de años vivía confrontada con mi manera de vivir; no sabía qué otra certificación quería conseguir, a qué nuevo programa de estudio aplicar ni cuál sería mi próximo destino de viaje. Definitivamente sentía que no tenía sueños, estaba completamente harta de hacer lo mismo todos los días y de ver cómo mi día a día se había convertido en un “Archivo > Guardar como”.

Entonces, uno de esos días de aburrimiento y resistencia a seguir haciendo lo mismo, llegó la fatal noticia: la mujer más importante de mi vida, con solo 62 años, una vida exitosa y con logros realmente extraordinarios, fue diagnosticada con una enfermedad incurable.

Así, empieza a correr el tiempo en nuestra contra y en ese preciso momento comienzo a confrontarme y a darme cuenta de la falta de gratitud con la que vivía.

No sé si te ha pasado algo así, si lo has vivido, sabes perfectamente de qué te estoy hablando y, si no lo has experimentado, desde lo más profundo de mi sentir, pido que no te pase. Continúo con mi relato…

Llegan unos días desesperados, en los que por más que hacíamos, decidíamos y buscábamos con mi mamá, mi hermana y mi hijo, no encontrábamos la cura. Esta era una situación fuera de nuestro control. Cuando estás pasando por esto eres realmente impotente, te detienes y ves que a pesar de tenerlo todo, no puedes evitar que se acabe la vida de aquel ser que te la dio a ti.

La vida empieza a ser una carrera contra el tiempo; aun así algunos días se teñían de ilusión y volvíamos a tener esperanza de que algún tratamiento funcionaría.

Eran días de mucha ansiedad; como ir en una montaña rusa, y nosotras en el carril de alta velocidad. El tiempo pasaba rápidamente y solo nos aferrábamos a la confianza en que la medicina, esa disciplina tan avanzada, funcionaría.

—Debes tener mucha calma y fe. Eran las palabras de nuestros más cercanos amigos.

Empezamos el juego de lucir bien, de parecer tranquilas y contentas, de forma tal que ella no notara nuestro dolor ni nuestra angustia.

Estábamos con ella y contábamos chistes, reíamos. Había un ambiente tranquilo, aprovechábamos para salir, también conversábamos por teléfono para llorar y consolarnos.

En aquella época me acostaba pensando en que si dormía, tal vez despertaría con la certeza de que todo había sido apenas un sueño. Sin embargo, al despertar y al salir de mi estado de inconsciencia, sabía que era realmente una pesadilla. Y así iniciaba otro día más con el que contaba para compartir con ella, escuchar su voz, consentirla y sentir sus manitos suaves y cálidas. Algunos de ustedes sabrán que las manos de mamá no tienen igual.

De manera que optamos por vivir cada día intensamente. Junto con mi hermana complacíamos todos sus caprichitos, como irnos de viaje solas las tres (algo que nunca hacíamos); subirnos a un parapente; reunirnos con sus amigos, aunque no nos sintiéramos tan cómodas; buscarle una mazorca por todos los alrededores de Chía, Cajicá, Sopó (me parecía increíble que no halláramos un lugar en esa zona para complacer su antojo), en fin… Encontrábamos significado y valorábamos cada momento compartido.

“No hay cura”
En noviembre recibimos la noticia: ya no había nada qué hacer, ella estaba invadida. El tratamiento no había funcionado, la ciencia no nos ayudó, llegó el momento que nunca quisimos.

Antes de que todo esto sucediera, me quejaba de muchas cosas; porque tengo 43 años (en el 2018), me estoy arrugando, me estoy engordando… ¿Cómo es posible que tengas que vivir esto para reconocer lo realmente importante?

Mi madre era tan práctica e inteligente que “programó su velorio en vida”, como ella decía. El primero de diciembre del 2018 organizó una fiesta para reunirse con amigos, excompañeros y familia. En ese momento decía:

—No quiero que nadie diferente a mi pequeña familia asista a mi entierro.

Así que organizó una reunión sencilla, muy emotiva en la que todos tuvieron la oportunidad de despedirse de ella, le regalaron muchas flores y fue un momento muy especial.

Quedaban pocos días

—Pasemos la noche todos, contemos secretos, hablemos, escribamos, armemos navidad en la clínica y acompañémonos, aceptemos sus cambios de humor, entreguemos lo mejor en el poco tiempo, decíamos mi hermana, mi hijo y yo.

Hasta que llegó el 10 de enero del 2019. El día programado, por ella misma, claro está.

Tú, que me estás leyendo, ¿qué imaginas que sucedió?

Sí. Mi mamá se acogió a la eutanasia.

1. El solicitante debe haber manifestado conscientemente su intención de acogerse al derecho a morir dignamente.

2. El solicitante debe tener una enfermedad incurable.

3.El caso debe ser evaluado por una junta médica externa a los especialistas que atienden al paciente, con psiquiatra, oncólogo y un abogado, quienes evaluarán si se trata de un deseo personas o de un interés particular de parte de algún familiar, según su conveniencia.

Antes de solicitar acogerse a este derecho, el 21 de diciembre del 2018 mi madre decidió internarse en la unidad de cuidados paliativos del Instituto de Cáncer Carlos Ardila Lülle de la Fundación Santafé de Bogotá. El ingreso lo hizo el doctor Santacruz, yo la llevé. Los dolores eran tan fuertes e inmanejables en casa, que recurría a su medicina (oxicodona) cada vez que sentía dolor. Fue entonces que prefirió ingresar a la clínica.

El 24 de diciembre hizo su solicitud, mi hermana redactó la carta según las indicaciones de mi mamá. Aún conservo su escrito.

“Un tequila para brindar por la vida“

El día final.

Llegó el momento que mi mamá había esperado por los últimos 21 días: 10 de enero, a las 6:30 p.m. Su procedimiento de eutanasia fue el primero practicado en ese Instituto de Cáncer. Mi mamá, como siempre, la primera en todo.

Nos hicimos justo en el lado izquierdo de su cama, en este orden: mi hermana, yo, mi hijo y mi tía. Mi mamá dispuso todo de manera controlada, como cada experiencia que sucedió en su vida; siempre lo planeaba todo, sus viajes, sus eventos y hasta la disposición de las cosas de su apartamento, el futuro de sus dos pequeñitas Malala y Kati, las dos perritas que durante cinco años la acompañaron, quedaron en su nueva casa, con mis hijos. Lo mismo hizo en estas circunstancias; me dio absolutamente todas las indicaciones para entregar todo lo que le pertenecía: las mesitas, la sala, el comedor, absolutamente todo. Bueno, eso me ayudó muchísimo en el momento del trasteo.

Todo preparado, nada por decir, nada pendiente por hablar.

Justo en ese momento, cuando están listos los médicos y la enfermera que asistió (no todas las enfermeras asisten a estos procedimientos, por algo llamado objeción de conciencia), Martica dijo:

—Tengo ganas de un tequila y brindar por la vida, su último caprichito.

El esposo de mi hermana salió corriendo de la clínica. En 10 minutos regresó con una botella. Servimos en vasos plásticos, pues no había nada más. Brindamos por la vida. Fue el trago más amargo que me hubiera podido tomar en toda mi existencia.

En el conteo regresivo, mi mamá tomó mi mano y su corazón se fue deteniendo lentamente.

En estas circunstancias, a medida que el tiempo se acaba, vas entendiendo que la vida es fugaz y que solo necesitas un instante para desaparecer por siempre. Es una sensación extraña; sientes tristeza, pero, a la vez, sabes que es lo mejor para tu ser amado, pues su sufrimiento cesará. El apoyo en todo este proceso es realmente un acto de amor.

Buscar un sentido

Lo pienso, lo revivo y me doy cuenta de que amo vivir, que valoro cada minuto, cada instante que pasa, cada día que tengo es una oportunidad para hacer algo por alguien.

Buscar un por qué, buscar mi propósito, buscar un sentido, saber quién soy y que vine a ocupar un lugar en este mundo, del cual no quiero irme sin hacer algo por alguien, sin dejar un legado.

Por cierto, como el mío, el legado de mi mamá era ayudar a otros, ella era Dama Gris de la Cruz Roja, le encantaba ese trabajo.

Algo que me queda claro es que a la mamá nadie la remplaza, la muerte de la mamá nunca se supera. Con cada día que pasa es posible acostumbrarse a vivir sin ella, pero la falta es enorme y, aunque la vida siga, nunca será la misma.

Esta historia decidí compartirla contigo porque tenía dos opciones: o me quedaba triste y deprimida por siempre, o tomaba partido de esto que vivimos como familia, lo resignificaba y lo tomaba como experiencia. Elegí que sería una motivación para ir a la acción, para dejar de quejarme, para hacer una vida diferente y trabajar por hacer realidad mi sueño de acompañar a las personas a liderar su vida, a encontrar su propósito y hacer algo diferente por un mundo mejor para todos.

Gracias por llegar al final de la lectura.

Mi mayor aprendizaje desde la resiliencia es que no estamos solos. Tú y yo vinimos a este mundo a trabajar en equipo, a aprender a diario con cada nueva experiencia, a ser mejores personas.

Me siento muy feliz de haber podido contarte mi historia.

Te invito a quererte, a amarte y a vivir en armonía contigo mismo/a hoy y siempre, no estás solo ni sola.

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