“R” era huérfana. O, al menos, eso creíamos. Vivía con su abuela en una casa unifamiliar del barrio. En aquellos tiempos era la zona pobre. Al cabo de los años, aquellas casas de una o dos plantas construidas para gente con pocos recursos se convirtieron en chalets de lujo para gente acomodada. Quién nos lo iba a decir cuando, siendo niñas, jugábamos en la azotea de aquella vieja casa.
Ir a casa de “R”, con la excusa de hacer algún trabajo escolar, nos producía cierta sensación de libertad. Su abuela nos dejaba a nuestro aire, mientras ella hacía sus cosas, y sólo nos interrumpía para invitarnos a merendar. Cuando hacía buen tiempo, subíamos al tejado de la casa, convertido en patio. Era un lugar abierto, sin nada más que el típico suelo de terrazo anaranjado y unas cuerdas a modo de tendal. Todo bordeado con una pequeña balaustrada de cemento cuya altura era a todas luces insuficiente para evitar una caída a la calle si uno no se asomaba con cuidado.
Recuerdo que, en alguna ocasión, venían algunos muchachos del cole. Se encaramaban a un poste que había al lado de la fachada de la casa y subían al patio. Para nosotras era una aventura, no sé qué pasaría si su abuela se enterase de que unos chicos habían accedido así, descaradamente, a su casa. Hoy en día eso sería allanamiento de morada. En aquella época, una chiquillada. Pero estábamos haciendo algo prohibido, y eso nos producía cierta adrenalina en nuestra recién estrenada adolescencia. Éramos tan inocentes aún…
A veces me pregunto que habrá sido de “R” y de aquellos chavales que se encaramaban a los postes de la luz para trepar a casas ajenas y pasar una tarde de risas con las niñas del cole. Y qué habrá sido de esa inocencia…