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Círculos sin rumbo (parte 2)

Por la noche, el querer romper con todo y salir huyendo se intensifica, impidiéndote dormir. Durante la duermevela se arremolinan los pensamientos como palomas de alas negras a las que han arrojado grano. Se agolpan y pretenden volverte loco. Pero llega la madrugada que reduce el pesar: el agua sobre la piel, el olor del café, el tintineo de las tazas y de las monedas sobre la barra parece distraerte de la oscuridad vivida horas antes. Y, mientras el mundo sucede, escribes. Líneas de trazos inclinados, a veces limpias como un estanque antes de la primera gota de lluvia, otras llenas de correcciones como un río de aguas turbulentas. Palabras para entender, para entrar en uno mismo, pero también para huir. Según el día, según el ánimo. Porque sabes que tu interior puede transformar la calma en agitación ante un estímulo nimio. Un parpadeo y un abismo aparece donde antes sobre había tempranas grietas.

 

Has sido testigo, víctima y agresor de tu propia mente, de tus demonios y de sus intrincados mecanismos de extorsión. Has negado la realidad, la has atacado, aceptado y has sentido como te desollaba, haciéndote perder una y otra vez. Pero también has vivido la euforia, el sentir de algo perfecto por breves instantes, esos a los que te aferras y de los que tomas el aire para sobrevivir, para llenar los vacíos que palpas con los dedos en el alma. Desde tus ojos, la vida parece más sencilla para los demás: sus problemas más livianos, su tranquilidad más duradera.  No quieres imaginar el siseo constante que te atenaza en cabezas ajenas, ni esos juicios con los que te culpas a ti mismo. Desconectar. Buscar una solución en los demás, en los relatos que creas sobre ellos, en el orden de la naturaleza que parece perderse sin brújula cuando atraviesa la piel para anidar en ti.

 

Por las tardes, sentado ves como la lluvia golpea el suelo arrastrando el polvo que antes lo cubría. Anhelas que se lleve también la tristeza que te rodea y se te adhiere, firmemente, a diario. Miras el mar desde el espigón del puerto, donde las olas juegan y deciden libremente a dónde dirigirse. Todos los bancos del paseo han sido tu refugio, cada portal de los edificios del barrio marítimo un hogar temporal para un espíritu que olvidó el camino de regreso a su lugar de pertenencia.

 

Mientras observas el cielo a primera hora, el viento vuelve a soplar en la plaza, devolviéndote a la vida, a tu cuerpo. Tu lugar, tu prisión, pero también tu punto de salvación. Amor y odio en el mismo recipiente. Una misma alma de la que huir y a la que regresar. Se eleva con frecuencia como el pájaro de antes, volando en círculos, en patrones que aún no entiendes, ansiando y temiendo tomar un rumbo diferente y, sin poder detenerte, desaparecer.

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