El tiempo me coge a traspiés
entre dos segundos,
casi de refilón
sobre el borde radial de una mano cerrada
que contiene al azar y a la fortuna
aprisionados entre los dedos
en un pasado, presente y futuro
digno de la enigmática caja de Schrödinger.
Los dados que están a punto de ser lanzados cambiarán el transcurso de la tarde.
Por el momento,
son al mismo tiempo verdad y mentira,
victoria y fracaso,
un sí y un no
contenidos en la piel
en una asfixiante tarde de verano.
Y tengo derecho a la tristeza
como cierta obligación a la euforia
que a veces me embriaga,
me llena y rebosa,
en los momentos dichosos.
Sin explicaciones o razones mediante.
Locura y desasosiego
llevo marcados en la frente,
claro recuerdo de la inestabilidad
a la que debo hacer frente a diario.
Como también razón y templanza,
los festivos y fiestas a guardar (con decoro).
El destino me arranca un pedazo
de aquello que late fuerte en el pecho
y una migaja de lo que insufla
sorbos de vida a través de mi cuerpo.
No voy a llevarle la contraria a la dama,
es mejor complacerla
y mantener sus ojos, en otros, fijados.
Y nada es poco ni mucho.
Todo resulta en su final, justa medida.
Acarició el filo de la navaja
que tienta los hilos de donde pende mi vida,
desgastada guadaña
que me teme más sedienta queda de mí.
Un extraño caído en desgracia
y ascendido por méritos propios.
Soy la esquiva sombra
de quién quiso domarme.
Silenciosas campanas doblarán por mí.