Las figuras se ven distorsionadas desde la perspectiva de un autobús en movimiento. Son manchas que se deslizan en el paisaje que conforma el espacio fuera de los cristales, con la banda sonora del tráfico. Esas personas siguen sus propios destinos en direcciones que solo es posible conjeturar durante unos breves instantes: una madre joven que lleva a su hijo prácticamente colgado del hombro al cruzar la calle por el paso de cebra que está a punto de volverse rojo, una anciana que desafía la gravedad sosteniéndose precariamente en un carro de la compra destartalado; una pareja de adolescentes que ríen de excitación mientras corren para tratar de coger el autobús que ya frena en la parada y abre sus puertas.
Las observa recorrer los últimos metros en un sprint, con los portafolios bajo el brazo y las caras encendidas por el esfuerzo. Tratan de llamar la atención del conductor que ya ha cerrado la puerta, golpeando enérgicamente el cristal. Durante un par de segundos el hombre de mediana edad sentado en el asiento detrás del volante las observa y suspira. Ya lleva retraso pues el hora punta y está el cielo amenazando lluvia, lo que probablemente complique aún más la situación pero entiende que todos tienen una urgencia personal.
Vuelve a abrir las puertas dejando que entren, atropelladamente, llenando el autobús de gritos de victoria que se entremezclan en otras docenas de conversaciones privadas y no tan privadas que llenan ya el espacio del transporte colectivo. Se acercan por el pasillo, buscando un lugar donde sentarse, comentando la hora a la que llegarán a clase y la rudeza de un profesor del que no mencionan el nombre pero ambas identifican. Seguramente están en la facultad de arquitectura pues las ropas son demasiado formales para pertenecer a alumnos de bellas artes, se dice intentando recordar su pasado universitario.
Fuera como si hubiera esperado la entrada de las dos jóvenes el cielo se decide a dejar caer las primeras gotas de lluvia, una necesidad tras varias semanas de canícula estival. Se ajusta la chaqueta en las mangas pues no lleva paraguas. Le gusta que la naturaleza le sorprenda con aquello que decida traer. Apenas quedan tres paradas, tres semáforos que aprovecha para ver como los transeúntes bajo la lluvia aceleran el paso o se refugian en los portales mirando al cielo en una silenciosa plegaria para una pronta resolución.
Las nubes y el color con el que tapizan el cielo desmienten la esperanza. Son nubes de lluvia fina pero duradera la que va a acompañar con placidez desde la ventana toda la jornada.
Cuando llega su parada se incorpora del asiento y pulsa el botón de señalización. Ve encenderse también la señal de solicitud de rampa por lo que supone que el joven en silla de ruedas que tiene a unos metros también se dirige al mismo lugar que ella. Aprovecha la circunstancia y baja por la rampa aún desplegada tras la silla de ruedas, notando como las piernas le sostienen a pesar del temblor interno que nota desde hace días. Trata de respirar tranquilamente; respiraciones abdominales, largas para aliviar la ansiedad que con la visión del edificio parece querer agarrarla. Entonces tras unos segundos enfila el acceso al hospital, un recorrido recién asfaltado y bordeado de árboles que intentan hacer más agradable la sensación pero que no eliminan, por completo, el ambiente artificial que cubre los edificios.
Entrar en la habitación siempre le requiere un esfuerzo de contención. Retiene el aire en los pulmones, como si en ese espacio delimitado por la gruesa puerta, faltara aire. En el fondo, tiene la ilusión que cualquier sonido podría hacer acabar con la vida que se extingue, desde hace meses, en la cama. Conectada a cientos de cables y máquinas, sabe que no es así, cualquier fallo es subsanado sin permitir un final. Quizás contiene el aire intentando consumir el mínimo del que ella necesita. Su estado no es claro: dicen que cayó accidentalmente por la ventana, pero ella teme que no fuera exactamente así. Sin embargo, nada van a solucionar sus ideas.
Media hora sentada en una silla de plástico blanca acaba resultado incómodo a cualquiera. Tras los primeros minutos inmóvil empieza a clavarse en las articulaciones. Pero siempre espera un poco más de los que le recomendaría su cuerpo, como si hubiera una deuda que nunca quedara satisfecha. En la habitación los silencios de ambas son conversaciones. Tampoco antes pudieron decirse suficientes cosas importantes. Cosas realmente importantes. Así que se limita a cogerla de la mano, un tacto extraño al no notar el retorno, la presión de respuesta de los otros dedos dentro de los suyos. Es un gesto que no sabe si es capaz de traspasar la coraza que habita y recubre a la persona que tiene delante y que la ha alejado de todo lo que, una vez, compartieron.
Hace días que se tomó la decisión, pero necesitaba estar presente. Esta mañana ha ido a verla, por última vez, aunque solo encuentra unos ojos cerrados tras los párpados. Espera inútilmente que, milagrosamente, abra los ojos y se detenga todo. Pero sabe que esperar es inútil y que si algo hacemos es perder el tiempo esperando siempre un futuro que cuando llega genera, inmediatamente, otra meta a esperar. Así siempre, esperando. El sonido de la puerta abriéndose la saca de sus cavilaciones: el médico y el enfermero se acercan a ella y le explican todo el procedimiento una última vez antes de hacerle firmar un formulario estándar. Somos números en un registro, sin identidad, siente con desconsuelo sin soltar la mano de ella. Mientras desconectan uno a uno todos los equipos que rodean la cama hasta finalmente llegar al tubo de oxígeno que sustituye a sus pulmones. No es inmediato, durante un rato, sin ningún cambio aparente las constantes que aún marca el monitor van cambiando entre pitidos y señales de que una vida se esta extinguiendo. Y llega un momento en el que los tres observadores son conscientes de que todo ha finalizado.
El doctor comprueba manualmente las constantes antes de anotar los últimos datos y él y el enfermero salen de la habitación en silencio. Solo ella queda recostada sobre el cuerpo ya sin vida, sintiendo la piel una vez más, rozando su frente en un leve beso de despedida, conteniendo la mano en la suya unos segundos más antes de levantarse y salir, sin mirar atrás. Quedan muchas palabras dentro que no se atreve a decir.
Mientras recorre los pasillos hacia la salida, Momo se siente más liviana, como un peso que va dejando atrás. Ninguna lágrima corre por su mejilla cuando sale del hospital y comprueba que, efectivamente, continua cayendo una cortina fina de lluvia. El cielo llora la pérdida.
En la parada, el joven en silla de ruedas espera el autobús. Debe haber pasado un par de horas dentro, siempre pierde la noción del tiempo en este tipo de lugares sin luz natural. Se sienta en el borde del banco a esperar, con las manos recogidas en la falda. De repente nota una mano sobre la suya y se gira. El joven tiene su mano apoyada pero no la mira directamente. Tras un segundo de silencio decide hablar:
-Un precioso día para despedirse. Me he dado cuenta que siempre vienes con vaqueros y hoy traes un vestido. Has ido a despedirte de alguien pues regresas sola. -le escucha decir con una voz calmada, como si el suceso fuese algo habitual, sin importancia. – ¿quieres ir a celebrar? . Las tristezas también los ayudan a seguir y podemos celebrar en memoria de a quien has estado visitando.
No acaba de intender toda la información que está escuchando pero que no sean las típicas frases de pésame, la reconforta, de cierta forma. Siente una sonrisa tímida en el rostro que había olvidado que tenía.