Aroma de perlas enlazadas –pensé–, lo conozco. Este perfume ya estuvo acariciando mis mejillas.
Traté de disimular mi inquietud. Tomé con las dos manos el pañuelo blanco de tela con monograma en altorrelieve que me había ofrecido el señor de la mesa de al lado. Caballero por demás, podría ni haberse dado cuenta de que me sangraba la nariz y que solo había sobre mi mesa una diminuta servilleta de papel, de esas cuadraditas que no absorben nada. Hundí mi cara en el pañuelo y se desperezaron recuerdos entumecidos por los años, distancias siderales y tantas cosas. Tantas cosas…tanta gente…tanta vida que quedó en el camino.
Cincuenta perlas. Me acuerdo. Con ellas aprendí a contar. Yo quería cortar el hilo que las unía pero mi abuela Ángela, que a todo me decía que sí, no accedió. Decenas de domingos sacando la ropa del armario de su cuarto y disfrazándome de futuros deseados. El espejo del pasillo se cansó de verme cruzar del dormitorio al baño. Mi carita, embadurnada con las cremas y el maquillaje de mi abuela. Sus perlas en mi cuello siempre enmarcando mis sueños.
−Cuidado con el perfume. Si las toca directamente se opacan –explicaba mi abuela ante mi descuido ignorante−.
Como todos los que han tenido la fortuna de una infancia feliz, a los ocho años aún nadie me había dicho que la vida no siempre iba a tener aroma a perlas.
Levanté la vista. El dueño del pañuelo me miraba desde la mesa junto a la ventana. Me pareció que mi nariz ya no sangraba. Retiré el pañuelo que mantenía apretado contra ella. La sangre había tornado rosa el monograma blanco: A.R.
Y las cincuenta perlas rodaron libres por mis mejillas.