De pequeña me llevaba de maravilla con los chicos. De hecho me llevaba mejor con ellos que con las chicas, me divertía mucho más hablando de aventuras y de hechos concretos. En cambio las conversaciones de las chicas me parecían bastante royo, jugando a ser mamás, a cocinar… uff – yo con mis muñecas jugaba a ser la hermana mayor de un montón de hermanos, cuyos padres estaban ausentes, e íbamos andrajosos de aventura en aventura.
Cuando pasé a la edad de tener novio, mis relaciones con los chicos se volvieron más complejas. Era una sentimental empedernida, casi adicta al amor romántico – ese que sólo se sueña, sin intención de consumarlo por intuir que en seguida se desvanecería el encantamiento. Así me pasaba tardes enteras soñando un amor que sabía era correspondido, pero que no pasaba de un café compartido, reconociéndome en los ojos de mi amado, llegando al éxtasis con un roce aparentemente casual y entrando en el paraíso con cada palabra suya que hablara de nosotros. Tras cada despedida, con un beso en la mejilla, me preguntaba por qué tampoco hoy había dado mi amado el paso tan anhelado y cada vez encontraba alguna explicación heroica. Las veces que la relación fue a más, en el fondo era más de lo mismo – soñar con algo que no era, impregnado de las palabras ‘…para siempre’, sin cuestionarme cómo me sentía yo en esa relación, sino simplemente obedeciendo el mandato familiar – guardar mi virginidad hasta la noche de bodas. Al fin y al cabo yo era una mujer chapada a la antigua y orgullosa de serlo, convencida de que quería serlo.
A medida que me fui haciendo mayor, sin darme cuenta fueron desapareciendo los hombres de mi vida, hasta que empezaron a pasar años sin que tuviera pareja. Poco a poco – muy poco a poco – me sentí cada vez más ridícula, absolutamente sola con esas ideas de las que ya nadie de mi generación hacía caso. Cuando cumplí la edad a la que tenía previsto casarme – la misma a la que se casó mi madre – me cansé de tanta tontería. Me sentí engañada por mi familia, tanto decir que la virginidad era lo más importante en una mujer, que tenía que seducir a un hombre sin que él se percatara de que le estaba seduciendo – ¡hasta hoy no sé cómo debía de funcionar eso! Con la desilusión fue despertando mi cuerpo de mujer. Me liberé por fin del mandato familiar de castidad y empecé a vivir de acuerdo con mi generación. Al menos lo intenté, pero no pude. Al fin y al cabo yo era una mujer chapada a la antigua ¡y lo llevaba en la sangre! Me sentí mutilada. Al igual que algunas culturas africanas aseguran la fidelidad de sus mujeres cortándoles el clítoris e impidiendo así que disfruten haciendo el amor, con las mujeres occidentales de antes, la mutilación era mental – si a alguna se le ocurría cometer la injuria de hacer el amor con un hombre al que no pertenecía, emergía de lo más profundo de su conciencia una voz castigadora, tan devastadora que aniquilaba la más mínima capacidad de disfrutar.
Para las mujeres chapadas a la antigua el sexo libre era sinónimo de perdición. Sin embargo yo me pregunto, ¿qué perdición puede ser mayor que la de perder la propia capacidad de decisión?