Y allí, mientras aspiraba el aroma que mi cappuccino desprendía, contemplaba el mar. Admiraba como las olas iban y venían creando una espuma blanca y densa. Pronto tendría que abandonar mi hogar frente al océano para embarcarme en otra aventura llena de sorpresas inesperadas. Todavía no había asimilado el viaje que tendría que llevar a cabo en los días próximos, todavía no había asimilado la llamada que recibí un par de días antes confirmándome que uno de mis sueños se iba a cumplir.
Días antes, la agencia de adopciones me llamó para asegurarme que mi futura hija estaba sana y feliz, esperándome impaciente. Siempre supe que quería adoptar, no quería traer al mundo a un nuevo niño cuando otros necesitaban el cariño que no se les había permitido recibir. Al fin y al cabo, yo era como ellos; mis padres biológicos me dieron en adopción por razones que desconozco y que, sinceramente, no tengo la más mínima intención de saber porque, gracias a eso, me adoptó una pareja que sí podía cuidarme y darme todo el amor que ellos no podían. Gracias a que me dieron en adopción he podido tener una gran educación, he crecido en un hogar lleno de amor y oportunidades, un hogar que me ha enseñado que no importa la raza, el sexo, la sexualidad, la religión, la procedencia, etc. sino que todos somos iguales y por tanto todos debemos respetarnos y querernos los unos a los otros.
Esa noche apenas pude dormir; ya tenía las maletas preparadas, los billetes de avión y mi documentación listos. Sin embargo, tal era el entusiasmo y las ganas de por fin poder abrazarla y besarla que no me dejaron conciliar el sueño. Al día siguiente viajaba a Kismayo, una ciudad de Jubbada Hoose en Somalia, donde abundaba la pobreza y los militares desfilaban día sí, día también. Yo ya había estado allí dando clases de inglés durante un voluntariado en verano, me encantaba ir allí. Los niños eran muy inteligentes y cariñosos, siempre atendían durante las lecciones, se notaban que les gustaba aprender cosas nuevas y no sólo eso, sino que sentían que estudiando podían hacer grandes cosas y llegar muy lejos, conseguir salir al fin de aquel pozo tan polvoriento en el que se encontraban para poder labrarse un buen futuro e intentar sacar a su familia de la misma situación en la que se habían criado.
Adoraba sentir que estaba ayudándoles, ayudándoles de verdad. En los años que llevaba ejerciendo como docente nunca había visto una pasión tan grande como la que estos niños sentían por aprender. Al marcharme cuando finalizaba el verano siempre se me partía el alma al no poder llevármelos a todos conmigo y tener que dejarlos allí en esas condiciones un año más hasta poder volver con ellos.
Una de las cosas que más me gustaba de allí era que al lado de mi cabaña en el campo de refugiados, se encontraba Akanke, una señora a la que como su nombre indicaba, la quise nada más conocerla. Ella fue como mi abuela en Kismayo, siempre que necesitaba ayuda porque no sabía cómo ayudar a algún niño, acudía a ella, quien estaba siempre dispuesta a ofrecerme los más sabios consejos. Cuando me recibía en su cabaña, siempre era con una coco lleno de café. Pero no era un café cualquiera, era EL CAFÉ; nunca fui de las que bebiesen café, durante toda mi vida había preferido el té. Sin embargo, al probar el café de Akanke dejé atrás las demás bebidas. Su café era tan especial como ella, lleno de especias tan misteriosas como su creadora que le daban un toque único y delicioso. Ella fue quien me la presentó.
Había una niña en especial llamada Juji que me llamaba mucho la atención. Como amante de las letras y los idiomas, nada más conocer su nombre investigué su significado y lo que encontré no me pudo enamorar más que ella misma. Su nombre significa ‘montón de amor’, justamente lo que yo estaba dispuesta a darle. Juji me pareció enseguida una niña distinta, al conocerla y saber su historia, algo en el corazón se me rompió. Su madre murió tras el parto, uno bastante complicado, y su padre murió mientras combatía semanas antes de que su madre diese a luz. De forma que la pequeña estaba sola e indefensa en el mundo, huérfana desde el día de su nacimiento. Desde ese momento supe que debía ayudarla, que quería ayudarla. Ella no era como los otros niños; sí, todos tenían historias complejas y todos merecían que les ayudasen, pero al menos la mayoría conservaba a su familia, ya fuese uno de sus padres o varios hermanos. Ella no tenía a nadie más que algunas madres que se turnaban para cuidar de ella. No obstante, todas estas mujeres, a las que admiraba por su fuerza y su dedicación para seguir sobreviviendo y poder darles algo que comer a sus hijos, no podían atender a una niña más todo el tiempo. Por eso, supe que era mi deber encargarme de Juji.
La mañana siguiente me levanté antes de que sonase el despertador y me preparé un iced coffee latte que disfruté por última vez frente al mar antes de comenzar mi viaje en busca de mi princesa perdida en el bosque.
Cuando era pequeña, mis padres se esforzaron mucho por hacerme comprender que a pesar de no haber salido del útero de mi madre, era tan hija suya como la que sí lo había salido del de su madre. Es por ello por lo que compraron tantos libros y cuentos para saber gestionar cómo explicarme mi procedencia; tal fue su insistencia porque me sintiese como en casa que incluso crearon mi propia historia, un cuento donde explicaban mi adopción llena de metáforas para que un niño las comprendiese. De ahí sale la historia de la princesa perdida en el bosque y dice así:
Érase una vez, en un bosque verde y frondoso, vivía una osa con sus oseznos. Esta, al tener a los ositos, se puso muy enferma y falleció a los pocos días de su nacimiento. Los oseznos se quedaron en la cueva esperando que su madre se despertase. Al ver que eso no ocurría, uno de ellos salió en busca de ayuda pues sin su madre no podrían sobrevivir, nadie les daría de comer y seguirían el trágico final de la osa.
Al salir se encontró con unos árboles tan altos que apenas se podía ver el cielo azul y mucho menos buscar formas en las nubes. Sus copas eran muy frondosas y no dejaban que los rayos del sol se filtrasen y con ellos su calidez y luz. Sin embargo, el bosque parecía relucir y contener algo mágico en él. Pronto los oseznos salieron de la cueva y al ver que nadie les esperaba se entristecieron. Unos retornaron a la cueva con la esperanza de que volviesen a por ellos y los demás, embriagados por el encanto del bosque, se adentraron en él en busca de comida.
Uno de ellos comenzó a andar y a recorrer todo el bosque en busca de algo que llevarse al hocico. Andaba y andaba pero no encontraba nada, sentía que vagaba en círculos, se sentía perdido. Días más tarde, encontró un arroyo tan resplandeciente como el paisaje que descubrió al salir de la cueva y en él, una ninfa descansaba flotando en la superficie acuosa. La ninfa se acercó al osezno y le preguntó por qué estaba solo.
- Mi mamá no se despierta y no tenemos a nadie que nos dé de comer. – le explicó el osito.
- Conozco una leyenda que pondrá solución a tus problemas, el problema es que no sé si se cumplirá o tan solo es una historia ficticia. – se sinceró la resplandeciente ninfa.
- Cuéntamela, por favor. – le rogó el peludo animal.
- Dicen que a los animales que ya no tienen quién les dé cobijo y alimento pueden acudir al otro lado del bosque y allí les encontrará otro animal que los cuidará. – le explicó la ninfa.
- Pero yo soy muy pequeño, no podré llegar hasta allí solo.
- Yo puedo acompañarte si quieres. – se ofreció la deidad.
Y juntos emprendieron un largo viaje hasta el otro lado del bosque donde los árboles no ocupaban el cielo y el sol resplandecía dando vida a las plantas y los animales que se encontraban allí. Al llegar, otras ninfas le preguntaron por su situación y le dijeron que si esperaba allí dentro de unos días una osa le encontraría para llevarlo con él y enseñarle cómo encontrar comida. Para cuando eso sucedió, el osito dejó de sentirse solo y perdido, pues ya tenía quien le cuidase.
Y ahora yo iba a explicarle esa misma historia a mi propia princesa perdida en el bosque que había aterrizado en un lugar desalentador.
El viaje en el que me embarcaba al salir por la puerta de casa era uno sin retorno pero no podía estar más contenta de poder emprenderlo. Además, me acompañaba la mujer que creó esa historia para mí, la que me recibió con los brazos abiertos, me brindó su amor y me regaló su vida entera; me acompañaba mi madre.
Sophie, mi madre, es una mujer llena de vida que me enseñó muy buenos valores y que crio a una mujer fuerte e independiente que sabía lo que quería y que ayudaba a los demás a conseguir las mismas oportunidades con las que había crecido. Ambas estábamos orgullosas la una de la otra y nos alegrábamos de compartir una experiencia tan especial, tan personal… tan única.
Había planeado enseñarle a mi madre todos los rincones de Kismayo, pasear por sus costas e invitarle a probar los cafés de Akanke, no sin antes haber recogido a la pequeña Juji y llevarla con nosotras. Sin embargo, no todo sería bonito. Yo ya se lo había advertido, mi madre es una mujer de lágrima fácil y ver toda aquella pobreza y las condiciones en las que vivía la población de Kismayo, era un paisaje desolador. A pesar de ello, mi madre insistió en acompañarme, no se quería perder ni un solo momento de esta aventura.
No fue hasta pisar tierra somalí que me sentí plena y en casa. La sonrisa que se dibujaba en mi cara pronto apareció también en la de mi madre. Tras recoger nuestras pertenencias y las cajas de comida que habíamos traído con nosotras para darlas al campo de refugiados donde se encontraban mis alumnos, fuimos directas a mi cabaña para poder descansar antes de que todo el campo se enterase de que estaba de vuelta y una ola de niños se abalanzase sobre mí saludándome y pidiéndome más libros, como era costumbre cada verano que venía.
Lo primero que hice fue presentarle a mi madre a Akanke, quien ¿cómo no? Le sirvió un coco lleno de su maravilloso café. Aspiré su aroma y comprobé que mi madre me imitaba. Sus ojos se llenaron de fascinación y sorpresa al confirmar que lo que yo le contaba sobre EL CAFÉ era cierto. Más tarde, habiendo charlado durante más de una hora, Akanke se dio cuenta de lo nerviosa e impaciente que estaba por ver a Juji. Se levantó, me cogió de las manos y me dijo que iba a por ella.
De lo excitada que estaba no me enteré de que mi madre posaba una mano sobre mi hombro intentando tranquilizarme y me entregaba el mismo peluche que en su día me regaló a mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas al saber que lo había recordado y una mezcla de sentimientos me inundó. Estaba feliz porque iba a ser madre. Porque mi madre estaba conmigo, recordándome una vez más que estaba a mi lado apoyándome. Nerviosa porque no sabía si lo iba a hacer tan bien como ella lo había hecho conmigo. Y también sentía miedo, por no saber cuidar de Juji, por no saber explicarle bien su adopción, por no demostrarle todo lo que la quería.
Sin embargo, en el momento en el que la vi aparecer en los brazos de una de las mujeres del campo con Akanke a su lado se me pasó todo. Solo sentía amor. Me desbordaba y apretaba tanto en el pecho, como si ya no pudiese contenerse. Me lancé a por ella y en el momento en que la tuve entre mis brazos me sentí llena, me sentía más feliz que nunca. Sentía que ya no necesitaba nada más, todo lo que quería estaba allí conmigo. Y así lo comprobé al girarme y descubrir a mi madre, guapísima porque los rayos del sol iluminaban sus pecas como si fuesen miles de estrellas, sonriéndome y llorando junto a mí.