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Emily Dickinson. Lo extraordinario de las pequeñas cosas.

La felicidad es un estado mental curioso: a menudo esquiva y se escurre a aquellas personas que no buscan con ahínco y, permanece tenaz en aquél que no se molesta en observar si está presente; va disminuyendo en lo exterior y se hace más intenso dentro de uno mismo. Puede ser encontrado en los demás o en la más absoluta soledad.

La felicidad es algo extraordinario, quizás el anhelo innato del ser humano, aquello que dota de sentido las acciones y, sin embargo, actualmente parece escasear, cuando viviendo en la sociedad de consumo debería rebosar sin límites. Quizás no lo estamos enfocando bien

La figura de Emily Dickinson es de sobras conocida, sin duda pocos no conocen su nombre y la asocian con la escritura estadounidense del s. XIX. Sin embargo, como persona, es un auténtico misterio. Sus escritos son inmortales y traspasan fronteras llegando a millones, mientras que ella estuvo la mayor parte de su vida recluida en una habitación de su casa, lejos de la sociedad que la idolatraría.

Yo no soy nadie. ¿Quién eres tú?

¿También tú no eres nadie?

¡Entonces, ya somos dos!

¡No lo digas! Lo pregonarán, ya sabes.

¡Qué aburrido es ser alguien!

¡Qué ordinario! Estar diciendo tu nombre

como una rana, todo el mes de junio

a una charca que te contempla.

Muchos escritores se inician en la escritura por la necesidad. Una necesidad que poner por escrito sus reflexiones, sus emociones y dar así sentido a mucho de lo que guardan en su interior. En la vida de Emily sin duda era así.

Después la mayoría se adaptan y comienzan a escribir para los demás, para aquello que otros desean leer. No es una traición a la escritura, porque el lector muchas veces completa el proceso y da sentido a la escritura como acto público y compartido. Pero sí se pierde la esencia de escribir para uno mismo, con el objetivo de satisfacer una necesidad interior.

La obra de Dickinson nos conmueve tanto quizás por su carácter intimo: ella escribía para ella misma, sin buscar ningún tipo de reconocimiento. De hecho la mayor parte de su obra está sin firmar o está firmada con pseudónimo. Su aparente sencillez es a la vez de una exquisita complejidad literaria y, siempre quedan matices ocultos tras los versos. Aborda con habilidad la descripción de elementos y procesos cotidianos como momentos del día o sucesos naturales, transmitiendo en ellos lo extraordinario y maravilloso de la vida misma. Nos abre cada poro para permitirnos así sentir más, con mayor profundidad.

Estar vivo es tener poder.

La existencia, por sí misma,

sin más aditamientos,

es suficiente poderío.

Estar vivo y desear

es ser poderoso como un dios.

Aquel que, siendo mortal,

tal cosa consiguiera,

sería nuestro Creador.

El viento comenzó a mecer la hierba es un poemario que recoge algunos de sus poemas. Como un viaje para ver lo cercano e introducirlo dentro, para incluirlo como parte de nosotros.

En las últimas décadas regresa la idea de simplificar, de buscar la felicidad y el equilibrio en lo mínimo, en lo no material, en lo pausado y la búsqueda interior. Ahora los poetas no pueden aislarse del mundo en una habitación: las nuevas tecnologías rara vez permiten alejarse. Aún así, la poesía siempre ha sido propensa a permitir este viaje hacia el interior, una propuesta para buscar la felicidad en lo intangible, la grandeza en lo cotidiano. Quizás este sea el gran legado de Dickinson en sus obras.

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