fbpx

Hablándole a mi estrella

Supe de tu existencia antes incluso de que nada ni nadie me lo confirmase. Ya no eras la primera, así que en mí se había activado una especie de radar que hizo que notase el primer síntoma casi antes de hacer acto de presencia. Los primeros meses fueron un poco revolucionados. Sobre todo cuando sobre nuestras cabezas planeó la sospecha de que podías no ser tú sola, si no más. Hasta que una ecografía no lo confirmó, tuve mucho miedo.

Poco a poco nos fuimos acoplando la una a la otra. Y estrechamos nuestro vínculo, comunicándonos a nuestro modo. Cuando en el trabajo la máquina hacía mucho ruido, tú golpeabas fuerte mi vientre, como protestando por ese molesto sonido. Cuando alguien acariciaba mi barriga para poder sentir cómo te movías, tú te quedabas muy quieta, como jugando al escondite. Si notaba que pasabas mucho tiempo sin moverte, te daba un pequeño golpecito y tú me contestabas. Y se estableció nuestra relación, para toda la vida.

Los meses pasaron, el verano llegó a su fin y comenzó un otoño extrañamente caluroso. Mi cuerpo ya empezaba a necesitar que bajase la temperatura, pero seguía haciendo mucho calor. Hasta esa tarde. Salí del curso de preparación al parto y un aire gélido me golpeó la cara. Regresé a casa muerta de frío y, al llegar, la fiebre hizo acto de presencia. Pensé que ya me había cogido el primer resfriado del año y no era el mejor momento. Por la mañana, la fiebre seguía. Aún así, te saludé, pero no me respondiste. Mis suaves toques no tuvieron respuestas y empecé a preocuparme; supe que algo iba mal.

Todo fue muy rápido, aunque la ecografía duró una eternidad, pero luego el mundo se paró. La noticia fue devastadora. Tu corazoncito había dejado de latir. El líquido amniótico se había ido perdiendo (y entre tanta ida y venida al baño, ni siquiera me di cuenta…). Me sentí ir hacia un abismo, en caída libre. Luego las horas pasaron lentas, mientras intentaba digerir la noticia.

Y llegó el peor momento. El parto más amargo que una madre puede vivir. Recuerdo tu cuerpecito inerte, sobre mi pecho, pero todavía caliente por estar dentro de mí. Tu dulce carita. Parecías dormida y tan llena de paz… No sé cuánto tiempo pasé así, abrazada a ti, pero cuando te llevaron ya nada fue igual. Mi mundo se había trastocado.

Fueron días duros. Todavía no entendía el porqué de aquella situación; pero todo pasa por algo. Y quizá algún día lo entienda. Lo que sí sé es que mi mundo cambió. Tú hiciste que viese la vida de otra manera. Que lo que realmente importa es el aquí y el ahora. No puedes vivir en el pasado ni pensando en el futuro. Vive ya y aprovecha cada segundo.

Al principio (nunca se lo dije a nadie, pero ahora lo confieso), me sentí mala madre. Me sentí culpable. ¿Cómo podía no haberme dado cuenta de que algo iba mal?. Con el tiempo entendí que era absurdo. Las cosas son así, no valen los “y si”… Yo no podría haber cambiado nada. Era el destino. Y, sí, a veces el destino puede ser muy cruel. Pero nos abre otros caminos por los que podemos aprender y ampliar nuestra visión del mundo.

No pude disfrutar de tus risas y tus primeros pasos, ni tú de mis besos y mis abrazos. Y, a pesar de todo, sin tú saberlo, me hiciste un gran regalo. Me regalaste tiempo para disfrutar con tu hermana. Al cien por cien; algo que hasta entonces no podía haber hecho. Y aprender a disfrutar la vida de un modo nuevo. Con miedo, pero afrontando los problemas con más valentía.

Durante mucho tiempo, tu cara era lo último que veía antes de acostarme y lo primero al levantarme. Y cada noche, cuando el cielo estaba despejado, veía brillar una estrella y sabía que eras tú. Y a veces te hablaba. Sé que lucías en el cielo para mí, diciendo: -mami, aquí estoy, no te preocupes…

A veces aún siento tus patadas en mi vientre. Y sigo mirando al cielo, buscando mi pequeña estrella. Sé que estás ahí y velas por mí. Muchos piensan que no has existido, pero yo sé que has sido mi hija, eres mi hija y seguirás siendo mi hija, por siempre…

Siempre serás mi pequeña estrella. Te quiero.

Mamá

BUSCAR