Cuando era niña, vivía en mi edificio una mujer que llamaba poderosamente mi atención. Elvira molaba (pensaba yo). Era una mujer mayor. No sabría decir, a ciencia cierta, qué edad tendría. En aquellos tiempos, para una niña de ocho años, pasar de los treinta era ser ya bastante mayor. Elvira quizá no tuviese ni cincuenta, pero a mí me parecía que tenía, por lo menos, setenta años. Así que dejémoslo en que era una mujer madura, que ya no era tan joven.
Vivía sola. No sé si era soltera, separada o viuda. Ni si tenía hijos, familia cercana o algún “amigo con derecho a roce”.
Vivía en un 4º o 5º piso, no recuerdo bien, pero siempre subía y bajaba por las escaleras; jamás usaba el ascensor. Supongo que ella ya sabía, sin que ningún “gurú del fitness” se lo dijese, que esa costumbre era buena para tonificar sus piernas y sus glúteos.
A mí lo que más me llamaba la atención de Elvira era su forma de vestir. Aunque, siendo sincera, todo en ella llamaba mi atención. Empezando por su cabello, teñido de rubio, cardado hasta una dimensión casi imposible. Sus labios, siempre pintados de rojo. Y unas pestañas (quién sabe si postizas) espesas, curvas y oscurecidas con generosas capas de máscara, que en un aleteo podía seducir a quien quisiera.
Siempre subida a unos enormes tacones de aguja. Seguramente, no eran unos “Manolos” pero a mí me parecían fabulosos. Sobre ellos caminaba erguida, contoneando las caderas con parsimonia, y con ese porte que solo poseen las mujeres seguras de sí mismas.
Elvira solía vestir falda tubo y con un cinturón marcaba su cintura de avispa. Usaba colores fuertes en blusas, chaquetas, zapatos y bolsos. Rojos, azules, verdes, amarillos… iluminaban su vestimenta sin ningún tipo de pudor.
No dejaba indiferente a nadie. Algunos vecinos se mofaban a sus espaldas cuando pasaba. Las mujeres la miraban con cierto recelo y alguna con una envidia mal disimulada. Algún hombre incluso parecía desprender una chispa de lujuria en su mirada al pasar a su lado.
Era discreta (a pesar de su aspecto físico) y educada. Nunca un vecino tuvo que dar queja de ella. Saludaba con educación y una sonrisa en los labios. A mí me encantaba cruzarme con ella en las escaleras. Parecía tan cariñosa… Creo que si hubiese una cámara oculta filmando cuando ella me saludaba, mi cara debía ser todo un poema, mirándola embelesada. Era una especie de admiración.
Aquellos pechos generosos y turgentes, apuntando al frente (posiblemente, gracias a los efectos mágicos de Playtex) parecían decir: -aquí estoy yo.
No sé a qué se dedicaba. Ni me importa. Alguna gente del vecindario, a la que parecía molestar su forma de vestir, llegó a insinuar que era puta. Yo no puedo confirmarlo ni desmentirlo. Lo único que puedo asegurar es que su presencia lo llenaba todo. Que irradiaba luz. Que parecía una mujer segura de sí misma. Feliz en su propia piel, bajo ese cuerpo de “femme fatale”. Y yo, cuando la veía, pensaba (en secreto, por supuesto…no fuese a escandalizar a esos vecinos que se mofaban de su exuberante físico): – yo, de mayor, quiero ser como ella…
Un día se mudó y nunca más la volví a ver; pero, de vez en cuando, viene su imagen a mi memoria. Y recuerdo aquel aplomo y aquel saber estar. Aquellos tacones y aquella sonrisa.
¡Vivan todas las Elviras que hay en el mundo!