—Padre, he pecado —dije entre sollozos y nerviosismo.
—Sin pecado concebida, hija. —Dijo extrañado porque me había saltado los formalismos cristianos. —Cuéntale al Señor por qué has pecado —continuó. —Sea lo que sea, el arrepentimiento te acercará a Él y el peso de tus pecados será más llevadero con el perdón y la penitencia.
—Ese es el problema, Padre, que no me arrepiento. —Sentencié mirándole directamente a los ojos pero con tono claramente apesadumbrado.
El fraile franciscano, atónito, se levantó un poco la mascarilla por la parte de la nariz, como para que le entrase algo de aire fresco tras la bocanada de sinceridad que le acababa de soplar en la cara.
A continuación preguntó con semblante serio en la mirada:
— Entonces, hija, ¿por qué quieres confesarte?
Yo, que había andado un buen trecho para llegar a Guadalupe por carreteras infinitas de baches y curvas, me levanté un poco las gafas de sol que, junto con la mascarilla, escondían mi avergonzada mirada y me hacían desconocida en un templo que albergaba, seguro, secretos más importantes desde los inicios de su construcción allá por el siglo XIII.
Había sido imposible encontrar un medio de transporte público para llegar a mi destino con la única intención de arrodillarme en el confesionario que también había atendido las plegarias de gentes de todo el mundo a lo largo de más de siete siglos.
Al llegar por el camino Sur y levantar la vista me encontré con un monasterio gótico múdejar en lo alto que es Patrimonio de la Humanidad desde 1993 y, sin embargo, aún desconocido por muchos. Situado en una monumental plaza en la calurosa Extremadura, incluso atreverse a ir en mitad del verano merece la pena.
A diferencia de los millones de peregrinos que a lo largo de los siglos han caminado, incluso arrodillados y descalzos, hasta Guadalupe, yo solo tuve que recorrer dos áridas comunidades autónomas en coche de alquiler y perderme otras tres antes de llegar a subir la escalinata que antes han pisado gobernantes, reyes y reinas.
Completamente diferente en estilo y fechas, la sensación de llegar a la plaza donde se erige el Monasterio de Guadalupe me recordó a la que me invadió cuando, en Roma, descubrí la Fontana de Trevi al girar una esquina. Imponente, majestuoso.
Una vez dentro, y con la pequeña Virgen morena vestida de verde esperanza gobernando la gran basílica, le di la espalda con respeto para dirigirme al confesionario donde esperaba fuera, recto como un fiel guardián, el fraile franciscano con su tradicional hábito.
Dejé los recuerdos atrás, pues había dejado su pregunta sin responder.
—Porque hoy he atropellado a mi vieja compañera de viaje hasta ahora, mi yo anterior. He pasado por encima las muchas mentiras que me he creído en los últimos años, he tirado por la ventanilla los pañuelos de las cientos de lágrimas que he derramado por personas pasajeras en mi vida para que el seco aire extremeño se los lleve, y he cerrado las puertas para que nadie más vuelva a asaltarme con falsas promesas. No me arrepiento de haber dejado a mi viejo yo sin asistencia en mitad de la carretera que me ha traído hasta aquí, Padre.
—Hija, hay atropellos más que justificados y despedidas que se hacen más llevaderas con el motor en marcha, sobre todo cuando es a tu versión más inocente a quien dejas en la cuneta. —Y me bendijo con una sonrisa en la mirada diciéndome:
Puedes ir en paz por donde has venido. Tu nuevo camino empieza aquí.