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Maldita piedra

Lo suyo no era tropezar dos veces con la misma piedra. Ni tres, ni cuatro. Era adorar la piedra, abrazarla, acariciarla. Se había encariñado irremediablemente. Había cambiado la ruta, buscado caminos retorcidos y perdidos, pero al final siempre era lo mismo. La piedra estaba ahí. A 100 metros o a 100 kilómetros, daba igual. Grande, oscura y pesada. Inamovible.

Parecía inverosímil, pero era cierto. Era ella. Ninguna otra. Ella. La misma con la que tropezaba en cada recorrido. Una y otra vez, como el ser más tonto y torpe del universo. Y no podía moverla; pesaba demasiado.

Entonces recordó el poder del agua, que con un pequeño hilillo constante podía romper una roca. No era la fuerza, era la constancia. Así que eso era lo que iba a hacer. La próxima vez que se topase con “su” piedra, volvería a acariciarla, derramando sus lágrimas sobre ella. Hasta la última. Gota a gota. Sin prisa pero sin pausa. Hasta que la dureza de sus lágrimas lograse partirla en dos y hacer ese surco por el que pasar y seguir su camino sin volver a tropezar.

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