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MELOCOTONES HELADOS Espido Freire

Enlace de la señorita PILAR SÁDABA DE PRADA

con el señor IGNACIO ÁLVAREZ Y TRIGUERO

 

Aperitivos varios.

Entremeses reales.

Berenjenas a la imperial.

Filetes de merluza verde.

Perdices al jerez con patatas canasta.

Melocotones helados.

Tarta remilgada.

Café, copa y puro.

 

Cuando nuestra protagonista descubre en casa de su abuelo un viejo menú con los melocotones helados, nosotros los lectores descubrimos las historias heladas, historias no contadas que esconde esta novela. Una novela con tres Elsas, tres generaciones, tres destinos. Con muchos personajes secundarios, además, urdidos a la trama: su amiga Blanca, posiblemente de los primeros casos con trastornos alimenticios hechos públicos; su prima Elsa, víctima de aquellas primeras sectas, abusos sexuales y estafas económicas que germinaron como plagas en un pasado… Y aunque todos estos personajes despierten nuestro interés, vamos elegir la vida de sus abuelos, Esteban y Antonia, para estas páginas. ¿Qué son las casas de nuestros abuelos?

 

Cuando nuestra protagonista llega a la casa…

 

“El ruido quedaba atrapado en los techos, tan altos, y parecía estancarse durante mucho tiempo. También el olor a madera vieja, a barniz ardiente y a la colonia del abuelo flotaba en grandes vaharadas. A veces se hacía tan espeso que las cuchilladas de sol que se colaban entre las cortinas podrían cortarlo. El abuelo se encontraba bien, y parecía soportar con facilidad los años nuevos y el calor. Elsa grande no le veía desde hacía dos años, pero no le notó envejecido. Se había recuperado de los achaques que sufrió al superar los ochenta, y mantenía la espalda recta y el pulso firme; mostró una alegría comedida al recibirla.

 

—¿No tienes calor, con la chaqueta puesta? —fue lo único que le dijo.

Conocía a medias las razones por las que Elsa grande estaba allí; sabía lo justo, y no quería ir más allá. Lo único que para él suponía un cambio, una molestia amable, pero molestia, al fin y al cabo, era la presencia de su nieta mayor en la casa. Por lo demás, importaba poco si se recuperaba de un desaire amoroso, de una enfermedad grave, o si huía de algún peligro innominado”.

 

Cuando nuestra protagonista observa a su abuelo…

 

“En el salón, que aún conservaba algún tapete de encaje y un sillón forrado de terciopelo rojo, el abuelo se humedeció los dedos y, con pericia de largos años, abrió el periódico exactamente por la página de necrológicas. Casi se había olvidado ya de Elsa grande. Luego echaría una ojeada a los sucesos: asesinatos, reyertas, palizas. Niños que desaparecían. Niñas que, a veces, aparecían. El resto del periódico guardaba entre las hojas sus historias no contadas”.

 

Cuando nuestra protagonista sabe de los melocotones helados…

 

“Junto a su cama, la tata le había colocado una mesita panzuda, con un cajón y una portezuela, que durante muchos años estuvo en la habitación de los abuelos. Cuando, ya más descansada, la abrió para guardar en ella su neceser, encontró papeles viejos, y unos tarjetones impresos en papel satinado, apenas envejecido. Encontró también un trozo regular de tela fina, que debió de ser rosa y que había amarilleado. Se sentó en el suelo y comenzó a rebuscar. Acarició una astilla que había saltado en la madera, junto a la cerradura. La puerta de su habitación permanecía entreabierta, y ella estaba dispuesta a abandonar su curioseo si el abuelo se lo pidiera. No hacía nada malo, pero el corazón le palpitaba como si fisgoneara cartas de amor. Eran menús, invitaciones a banquetes de bodas y a festejos de postín. Elsa sabía que los pasteles de la abuela habían sido muy apreciados en su tiempo”.

 

Cuando nosotros sabemos de los abuelos…

 

“Se casó con ella porque era lo que debía hacer. Para las bodas que siguieron a la guerra la gente desenterró sus tesoros, las cuberterías de plata escondidas, un broche antiguo, latas de melocotones en almíbar y tabletas de chocolate. Antonia logró comprarse un vestido muy sencillo de lino claro, que fue confeccionado para una mujer más gruesa, y un sombrero adornado con violetas. Usó el sombrero durante muchos años, y la niña Elsa, de pequeñita, jugaba con las violetas supervivientes. El vestido, sin embargo, no volvió a lucirlo jamás. Antonia era una sentimental. Juntos tuvieron seis hijos, de los que entonces sobrevivían dos. Se entendieron sin problemas, y nunca hubo malas palabras entre ellos. Esteban se portó bien con ella, y Antonia pareció ser feliz.

Treinta y seis años más tarde, cuando la enterró ante los dos hijos, y los tres nietos, y los vecinos, que lloriqueaban o atendían nerviosos, aburridos, su mujer no había cambiado: en el ataúd la boca se le arrugaba en una sonrisa triste, y continuaba con el mismo pelo jugoso y el vestido sobrio, enternecedor, de sus veinte años”.

 

El problema fue que la receta original de los melocotones helados se perdió, esos melocotones “casi crujientes, como si la pulpa se hubiera convertido en hebras de caramelo muy finas… cuando la cuchara llegaba al interior perfumado, al secreto hueco del hueso, brotaba un hilillo de chocolate caliente, que se abría camino entre la carne helada e inundaba finalmente el plato”. Aunque lo intentaron, “ni Antonia ni nadie en la pastelería lograron nunca dar con el modo de inyectar el chocolate en el fruto limpiamente, sin quebrarlo, o de congelarlo sin que los dientes se estrellaran luego contra un bloque rígido o pajizo. El secreto de los melocotones se había esfumado”.

 

Con aquella receta, se perdieron también algunas pasiones, secretos, pecados, niñas pequeñas… y algunos dulces tomaron los nombres de las personas: con merengue las Elsas, con crema pastelera las Astrid, con anís las Victorias…

 

No sé si Espido Freire manejó realidad o ficción, pero quizá sea una bendición conservar el recuerdo de unos abuelos entre “budines de leche cuajada adornados con brevas abiertas en forma de flor; uvas encerradas en cápsulas de hojaldre, rellenas con una avellana; tocinos de cielo temblorosos, agobiados bajo estrellas de nata. Melocotones helados”.

 

Sirvan estas pocas líneas, en un tiempo extraño, como homenaje a todos ellos.

 

 

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