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Montaña rusa

Todavía recuerda el primer día que le vio, como si fuese hoy. Al aparecer tras la puerta aquella noche, el local se iluminó. Con su pose casi arrogante, propia de los hombres seguros de sí mismos. Su vestimenta peculiar y sus ojos curiosos como los de un niño. No era alto, ni guapo, pero tenía algo que hacía que ella no pudiese dejar de mirarlo. Perdió la noción del tiempo. Ajena a las conversaciones y la música a su alrededor. 

Observó sus movimientos. Sus manos parecían estar hechas para acariciar. Y, de pronto, sintió deseos de ser besada por aquellos labios. Al cabo de una o dos horas (quién sabe… el tiempo se había parado) sus amigas decidieron que era hora de marcharse. Ella apartó la vista de aquel hombre que parecía haberla hechizado y se dirigió a la puerta, con lentitud y pesadumbre. Acababa de conocer al hombre de su vida y ni siquiera había cruzado una palabra con él. 

Llegando casi a la puerta, con el corazón en un puño y una sensación amarga, sintió que alguien la agarraba del brazo. No de un modo brusco; más bien, con una delicadeza que le hizo estremecerse. Y, al girarse, ahí estaba él, con su sonrisa de niño travieso. – ¿Ya te vas?- le preguntó. Una frase casi ridícula, teniendo en cuenta que ni se conocían. Después de las correspondientes presentaciones y de cruzar algunas frases oportunas, concertaron su primera cita. Así, a lo loco, pensó ella. Y salió el local en una nube. 

Aún no sabía que acababa de montarse en una montaña rusa, de la que acabaría bajándose mareada y con mal cuerpo. 

A partir de ahí, comenzaron su relación. No fue una relación formal. Ni siquiera era normal. Un torbellino de sensaciones discordantes. Vivieron a tumbos. Como amigos, como enamorados, como niños, como viejos cansados. 

– Creo que me has hipnotizado- le dijo él, un tiempo después de conocerse, recordando aquella noche- Nunca olvidaré esos ojos. Ninguna mujer me había mirado así antes…

A veces, él desparecía durante días y, luego, cuando ella comenzaba a estar desesperada, volvía a aparecer, meloso, como si se hubiesen visto apenas un par de horas antes.

Era puro veneno. Veneno para su piel, para su corazón, para su alma…

Durante un par de años, quizá tres (nunca hubo un principio y un fin) su vida fue un vaivén.

Poco a poco le fue olvidando. Hasta que un día, tras varios meses, volvió a aparecer en su vida. Pero ya era tarde. Ya no había hueco para él.

Años más tarde supo de su muerte. Una muerte temprana, aunque ella sabía que buscada. Aquel chico malote con ojos de niño travieso no podía acabar bien. Y, aunque su corazón ya había pasado página, algo se quebró en su interior. Y sintió que todavía tenía tantas cosas que decirle, tantos besos que darle. Que la vida no había sido justa con ellos, que podía haber sido de otro modo.

Una espinita le quedó clavada, que el tiempo se encargaría de borrarla, pero dejándole, a cambio, una pequeña cicatriz.

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