Dana, nuestra protagonista, “cuando sonríe, el rostro entero se transforma en unos labios. Cuando mira, los ojos son de fuego”. Además, “pronuncia su nombre alargando las aes, como si quisiera arrastrarlas, fijarlas en la atención de los demás. Lo hace sin darse cuenta, con una inercia que convierte la palabra en un juego”.
Dana hace diez años que huyó del pasado a Italia; “el Trastevere es un buen refugio. Más allá del río, en la otra parte de la Roma monumental, que hace sentir minúsculos a los viajeros, hay un barrio de calles estrechas y viejos edificios. Es un lugar para perderse, un lugar donde la sombra de quienes andan se confunde con las sombras de las casas. Llegó un día de enero”. Y muy pronto, descubrió la Osteria della Fonte. Fue su primera Roma.
Pero, “situada entre la via dei Cestari y la via del Gesú, donde los turistas que van a ver el Panteón ya no entran, está la piazza della Pigna. Tiene la forma de un abanico. La iglesia de San Giovanni della Pigna, con su fachada rosa, está junto a un edificio que tiene ventanas con balcones, de piedra color arena tostada por el sol. En el número cincuenta y tres hay una placa que indica a quién pertenece: a los hermanos F. y N. Massimini. Eran los antiguos propietarios del piso de Dana. En las casas que dan a la plaza, predominan los ocres, una mezcla de colores otoñales que le dan un aire cálido. Es un lugar vivo: aparcan coches y pasa gente. Hay un restaurante donde hacen risotto con sabor a flores, un ambulatorio veterinario, una tienda que vende productos alimenticios de Cerdeña; también se puede encontrar jamón de Irgoli, quesos, turrones de Tornara; se venden también vinos sardos, el moscatel de Cagliari o la malvasía de Bosa. Se enamoró de la plaza casi al mismo tiempo que de Gabriele”. Fue su segunda Roma.
Alrededor de la Italia de Dana, están personajes con nombres que empiezan con M.
Está Matilde, que “movía la melena y sonreía con frecuencia”. Era menuda y “daba la impresión de que un soplo de viento se la podía llevar lejos. Tenía la cintura de avispa, las manos delgadas, con los huesos marcados. En los pies, las venas dibujaban rutas azuladas”. Matilde lleva enterrados a tres maridos.
Está la mejor amiga de Matilde, María, que “estaba hecha de redondeces, como si tuviera el cuerpo de musgo, el vientre parecido a un melón maduro”. Está casada y ama a su marido. “Era un afecto sencillo, sin grandes complicaciones, nada grandilocuente, que sólo era capaz de expresar en los fogones de la cocina cuando le hacía un buen arroz, cuando escuchaba sus quejas, cuando se abría de piernas y acogía el cuerpo dentro de su cuerpo, con una sensación de ternura que no habría sabido describir. María no entendía a Matilde; Matilde tampoco entendía a María. Le costaba aceptar la resignación, la calma constante, la felicidad hecha de pequeñeces a pesar del otro. Habían crecido juntas en un pequeño barrio de la misma ciudad”.
Y finalmente, está Marcos, que “mucho antes de que Marcos fuera vecino de Dana en Roma, vivía con una mujer que tenía las piernas largas y el vientre oscuro. Se llamaba Mónica. Se conocieron en una época lejana, cuando eran dos adolescentes. Él era fuerte como el tronco de un grueso árbol; ella era frágil. Tenía el pensamiento ligero, capaz de volar con una agilidad prodigiosa. Como luces danzarinas, sus ideas saltaban del mundo real a otro incierto, desde donde las cosas más simples se veían llenas de belleza”.
Cuando todo parece que va bien en las vidas de todos, un hombre del pasado de Dana, irrumpe en su Roma eterna, en su felicidad eterna. Y las vidas se tambalean como en un castillo hecho de naipes.
Hermosas historias romanas narradas con maestría, con las que me ha parecido buena idea despedir (de momento) este recorrido por los Premios Planeta escritos por mujeres. Lamentablemente, el curso académico se presenta difícil y se hace necesario un paréntesis en esta actividad.
Desde la Roma eterna, os invito a seguir leyendo esas historias eternas de mujeres eternas.