El flamboyán me recibe agitando sus brazos
desde el borde del cañizo.
Sonríe como si no pasara nada,
como si el viento le guiara tras los mirlos.
Una ceiba cercana le sirve de tertulia amiga,
controla el paso de los tizones intrusos.
Hay muchas rendijas en sus hojas
—espacios de calor a su vera,
polen de asclepias.
Reposo de mariposas —tímidas este verano,
quizá presagio del nuevo clima isleño—,
las monarcas ordenan sus ritmos, cosen sus alas,
frenan cascadas de piedra.
.
Hace años —ya unos cuantos—
escribí al césped rojo
de lágrimas bañado.
Entonces yo era una mujer empapelada de ciencia,
vivía en un espacio de libros
con un molesto hedor de aguas muertas.
Pero tuve que hacerlo, tuve que marcharme
a todo correr, imposible
plantar un flamboyán
en un claustro con pie de cemento.
Encontré el humus, la turba negra,
la calima y las nubes
—serían su vestido de fiesta.
.
Unas manos abrieron un profundo agujero
—y me lo subieron al monte.
No hizo falta esperar la primavera.
Sus raíces con mantillo,
las ramas acodadas
se ensancharon como helechos.
—Se le oía respirar.
Su aura regia vibró.
Y cada día que paso a su lado
se suelta la melena,
me invita a danzar y ascender por su corteza.
Así su ángel me recuerda
que no poseo ni pierdo nada.
.
Teresa Iturriaga Osa
Andra Mari, 20/8/2023