En ocasiones vuelvo a pensar en lo que pasó. Los recuerdos de entonces regresan hasta la superficie, como flores de loto en un plácido estanque, logrando romper la tensión superficial de las aguas que habitan mi memoria. Dicen que es algo normal, aunque siempre he desconfiado de ello. Lo asumido como genérico suele estar sesgado y, la realidad suele ser difícil de definir. A pesar de haber escrito tanto sobre ello desde que sucedió, aún ahora, muchas de mis experiencias siguen permaneciendo como objetos abandonados en una zona de acceso restringido a las que, solo yo, me permito acceder. Siempre quedan algunos rincones de espacio privado donde el dolor sigue apretando a pesar del paso de los años.
El silencio en esos episodios suele sentirse pesado, denso, casi sólido, lleno de un sonido que no me deja conciliar el sueño. Ese sueño que dicen tener aquellos que no llevan cargas del pasado y han saltado a un futuro que, siempre, se plantea lleno de posibilidades.
Tengo, actualmente, la impresión de haber continuado mi vida, de haberme alzado victoriosa ante aquella yo que una vez fui. Sin embargo, algunos días de forma momentánea y voluntaria, hablo sobre todo ello para volver a habitar la piel golpeada y llena de sus dedos de acero. Son esas charlas las que crean comprensión y liberación en otras como yo que, frente a mí con otras circunstancias y experiencias tienen la misma sensación de odio hacia si mismas que yo percibí. El miedo se instaló en el fondo de sus huesos de forma profunda pero siempre puede ser expulsado.
Luego me despido del pasado y vuelvo a la piel de latidos que palpitan emocionados por los días que transcurren inexorables. La vida es un trayecto con un billete desteñido de incertidumbre. Incertidumbre en la que trato de sentirme cómoda pero que aún es una amiga relativamente nueva.
Como decía, en ocasiones, vuelven a asaltarme los recuerdos. Suele coincidir con momentos en los que me he retirado la coraza. Se cuelan hasta mis pies para subir por mis piernas cuando tengo la guardia baja. Quizás ahora resultan soportables, alejados en un tiempo como muestras arqueológicas en la vitrina de un mueso. Pero continúan siendo reales: imágenes, palabras, sonidos que cruzan mientras intento mantenerme en el presente. Le recuerdo borroso, desdibujado, tal y como he dejado que mi mente lo retenga para que sea únicamente olores, recuerdos táctiles, restos residuales. Me pregunto cómo pude permitir que fuera todo lo que había dentro mío en un tiempo. Cómo perdí todo lo que tenía, vaciándome sin que nadie llegase a notarlo. Sigo sin tener las respuestas.
En las conversaciones tengo dudas sobre cómo justificar esa culpa. Me duele no poder darles una razón a aquellos ojos que me preguntan en silencio el porqué les sucedió a ellas también. Qué hicieron mal.
Hablar con el tiempo se ha convertido en un acto paradójico: como mirar a través del ojo de una cerradura, temiendo lo que ves, pero necesitando observarlo con el miedo que pueda atraparte de nuevo, entre sus garras, eliminando la luz que sientes que vuelve a iluminarte por dentro.
Para hacer arder ese miedo tuve que quemarme en un infierno aún peor, el de la opinión de los demás. Vivir el cuestionamiento, la incredulidad el juicio de personas ajenas de aquello sobre lo que creen tener potestad de opinar. Hablar, repetir una y otra vez lo sucedido, tratando de defenderme y abriendo en el intento las heridas una y otra vez. Sangrar y sentirse diferente a todos lo que te rodean. La verdad no es aquello que sucedió. En la mayoría de las ocasiones es aquello que los demás permiten y aceptan que sea.
Mi pasado, no tiene un claro punto de inicio. No lo recuerdo, no le di la importancia que tenía, juzgándolo como un error, algo banal. Empezó el día menos pensado, aquel en el que no esperaras que las cosas puedan empezar a torcerse, pero en el que dejas de ser dueña de ti misma y algo empieza a enroscarse a tu cuello sin darte cuenta. Primeros pasos tentando los límites que no supe marcar, aquella negativa que me dio miedo y de la que luego me arrepentí repetidamente. Todo empieza con detalles pequeños, momentos en los que las olas empiezan a lamer y borrar la línea roja que no trazaste y que quizás hubiera evitado la inundación. Siempre les recuerdo que, no es lo que hiciste o lo que no hiciste, que la responsabilidad no estaba en ellas. Y siempre, sin excepciones, encuentro resistencia en aceptar esa liberación, ese “no fue culpa tuya”.
Los recuerdos me llevan hasta una sensación de culpa, de duda sobre si yo era suficiente. Supongo que eso ya debería haber bastado. Debería haber sido una clara señal de advertencia, una bandera roja que me indicase que, los momentos tras esa primera consideración no iban a ser una sucesión de besos, caricias y abrazos. Quizás fue porque no esperaba gran cosa de mí y permití que él tampoco lo hiciese. Me conformé con un cariño a momentos y la hiel permanente de la inseguridad. Me introduje en una trampa en la que fueron cerrándose las puertas, aislándome para rociar sobre mí gota a gota el ácido del desprecio.
Algunos días aún puedo escuchar en los oídos los comentarios rematados por “era broma”, las miradas de unos ojos fríos y, repaso lentamente como las palabras dejaron todo su espacio a un inicio de discusión como método de comunicación. Hablar sobre ello es sentir la tensión en la espalda y el vacío encogido en el pecho. Aún así es posible hablar. Hablar y repetir en voz alta, sin remordimientos, que fue lo que ocurrió. Hablar sobre los momentos en los que el cuerpo quiere, desesperadamente, salir corriendo mientras permanece totalmente paralizado. Respiro profundo, lento, tratando de asegurarle al corazón que ya no se encuentra en peligro.