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ROSAS ROJAS PARA MARÍA WALEWSKA

I

        Cerca del mar, una sombra de navío, las olas rugen en su lecho desposado. Ya se acerca el día. Afuera del corazón, resuena el murmullo de la lluvia, los charcos le sirven de espejo. A veces, el viento espolea sus recuerdos sobre el horizonte de la Isla de Elba, donde su voz se vuelve ahogo como el eco de un fantasma. El Augusto Emperador también sufre y grita: ¡Ven!

        Napoleón cabalgaba sobre el suelo de la isla, dejando a su paso una estela de pasiones sin tregua, allá entre los bosques soñaba con su perdida grandeza… Bebía el agua de las fuentes con su caballo, descendía hasta los viñedos a probar el sabor de las uvas maduras bajo un sol elbano que le servía de corona. Hombre de impulsos, no pensaba demasiado las cosas que le robaban el corazón de improviso; así se encaprichó de María Walewska desde el primer instante en que la vio, y con otra flecha de cupido, se enamoró de la Villa San Martino aquella tarde de mayo que por azar encontró la casa que después convertiría en su nido de amor.

        Guardaba celosamente sus notas ardorosas en el secreter dorado de estilo francés de su despacho. ¿Cuántas carpetas de distintos colores tenía el emperador? Un color para cada amante, un color para cada ambición… Napoleón era uno en sus ansias de poder absoluto y múltiple en sus deseos, desde los más tiernos a los más oscuros… Cada carpeta escondía una flor, un aroma distinto y fugaz según la especie; sin embargo, la de la Condesa Walewska era la más discreta, apenas dejaba sentir su olor. Era una rosa de color desvaído que disimulaba la intensidad del incendio que le consumía. En el exterior podía leerse en mayúsculas un título: “La rosa del ramo de la carroza”. La carpeta más ardiente, la que removía sus cimientos y descomponía en silencio sus estrategias de conquista.

        Y sí, la esperaba con angustia. Llevaba meses anhelando su visita al exilio. Inquieto, preparaba su llegada como un adolescente que se viste para su primera cita. La llevaría a Marciana, a la Madonna del Monte. Mandaría cambiar todos los ramos de flores del altar mayor, haría traer desde Livorno una flota de rosas rojas que marcarían el camino de ascenso a la ermita desde el pueblo, entrando por el Arco de Lorena, en cada peldaño una flor. María traería en brazos a su hijo Alejandro, subiría hasta la cima como una reina, acompañada de los dos amores de su vida. (…)

Teresa Iturriaga Osa

 

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