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Subirse al tren

A ella siempre le habían dicho que el tren sólo pasaba una vez en la vida. Y que, probablemente, ya había perdido el suyo. Pero ella tenía sus dudas.

En ello pensaba cada día, sentada en plena estación de ferrocarril, viendo llegar y marchar trenes, personas y sueños. Y, últimamente, lo pensaba cada vez más a menudo. ¿Realmente habría perdido su tren?

Sentía una fuerte opresión en el pecho, su respiración era agitada, le faltaba el aire, las manos le temblaban e incluso empezaban a sudarle; su corazón latía más fuerte, desbocado, y empezó a sentir ganas de llorar.

La estación aquella tarde era un bullicio constante de gente que iba y venía, hablaba, gritaba, reía e incluso lloraba.

El último aviso de que el tren iba a partir la distrajo de sus pensamientos. De un salto se levantó del asiento, corrió hacia el andén y, serpenteando, se coló a través de una de las puertas del último vagón. Una vez dentro, cuando se sentó, se dio cuenta de lo acelerado que estaba su corazón. Se frotó el sudor de las manos en el pantalón, cerró los ojos y respiró profundamente. Una amplia sonrisa se dibujó en su cara. 

No fue consciente de lo que acababa de hacer hasta que oyó la voz del revisor a su lado pidiendo los billetes. Ella no tenía; tendría que pagar el viaje más largo. Pero no le importaba. Acababa de comprender que había multitud de trenes, multitud de horarios y multitud de destinos. Y ella no había perdido ningún tren… podía coger el que quisiese. Ése era el comienzo de un gran viaje…

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