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Viento demente

Las extensas playas de Tarifa fueron este julio nuestro único pase de seguridad en un verano de lo más atípico.

—Chicas, ¿llevamos todo? —pregunté a mis tres amigas ya sentadas en el BMW de alquiler mientras me colocaba las gafas de sol por encima de la mascarilla.

—¡Sí! —contestaron Ainhoa, Mariló y Natalia casi al unísono, deseosas de ponernos en marcha. —¡Venga!

Los viajes de carretera con las chicas son siempre un acierto, sobre todo si como en este caso las cuatro pasajeras tenemos algo tan importante en común para amenizar 7 horas de asfalto: la pasión por la música.

Después de dejar Madrid, pasar por Castilla-La Mancha y recorrer parte de Andalucía con multa incluida, llegamos por fin a la punta más meridional de España. 

—Mañana he reservado en el Demente, muy cerca de la casa —dijo Mariló, siempre adelantándose a cualquier imprevisto y acertando en todas sus apuestas. Va a hacer Levante, así que mejor chiringuito con hamacas —matizó por si acaso.

A todas nos pareció perfecto porque ese verano íbamos con la intención de no socializar demasiado, no asumir riesgos innecesarios para no contagiarnos y, como siempre, no penar en absoluto si las circunstancias no acompañaban. Si Levante hacía su más que común aparición por las playas de Tarifa, mucho mejor que nos encontrase tumbadas en una hamaca a la sombra y con un mojito en la mano.

Las previsiones de viento no fallaron, como tampoco lo hizo la reserva para todo el día de la organizadora del grupo.

—Pedid vosotras, yo voy al baño —dije levantándome de la mesa en la que nos habían puesto mirando al mar mientras me colocaba la dichosa mascarilla y cogía mi bolso de playa. 

Me dirigí al baño. Estaba al otro lado del chiringuito, había que cruzar todo su interior y salir afuera por la puerta principal. Y entonces, como si una voz ajena pero reconocible me hubiera susurrado al oído que girase la cabeza hacia la barra, le vi. Allí estaban los ojos de mi ex, mirando unos ojos que no eran los míos. Sentí que mis ojos iban a salirse y marcharse directamente de allí, pero entonces los suyos me vieron. Durante un segundo que pareció una travesía de años nuestras miradas se encontraron en mi camino por el chiringuito.

Las mascarillas se convirtieron de repente en un escudo visible que nos salvó de reconocernos boquiabiertos; sin embargo los ojos delataron lo incómodo del momento aunque fuese en la distancia. 

En aquel chiringuito de nombre Demente que me resguardó del viento de Levante recordé que, a veces, el pasado tarda más de la cuenta en dar paso a un presente que sigue marchando por cuenta propia y es la propia vida la que maneja tus hilos arrojándote situaciones que te obligan a dar el paso necesario para despedir a tu pasado. 

Así que sin más, fuí al baño, me lavé las manos que muchas veces tocaron aquella cara ahora escondida tras la mascarilla, y volví a la mesa con las chicas, mis grandes amores del verano de 2020. 

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