Tres días antes de morir, en plenitud de facultades mentales, Amanda T. se sentó en su viejo sillón de cuero frente a la ventana que daba al mar Mediterráneo menos calmo y escribió con caligrafía lenta y precisa las direcciones de cien personas en cien sobres, a los que puso sus correspondientes sellos: “Mete dentro de cada uno mi esquela y échalos al buzón”, le pidió a alguien de su confianza.
A mi madre el suyo le llegó un jueves de diciembre pasado por agua de tormenta y al abrirlo, convencida de que se trataba de una de esas largas cartas de Navidad en las que Amanda le hablaba de su último hallazgo literario o de los baños que se había dado en la playa ese año -contabilidad que llevaba al detalle apuntada en una libretilla desde que alcanza mi memoria de niña- una ola furiosa de tinta le empapó el corazón y se desbordó en lágrimas. Dentro había una estampa en blanco y negro de necrológico diseño clásico: “Amanda T. murió el pasado 30 de noviembre, habiendo recibido los santos sacramentos. Su familia y amigos ruegan una oración por su alma”. La remitente comunicaba que la difunta había pretendido evitar que le siguiera llegando correspondencia una vez muerta. “No quería que sus amigos gastasen en sellos”, explicó.
Pensé que hay personas que no mueren ni muertas. Hacía años que no la veíamos, pero la presencia de Amanda T. era tan vívida como siempre. Recuerdo a esa mujer extranjera, fornida y de rubia melena de walkiria, los labios con el carmín fucsia corrido, vecina de mi puerta de la infancia . Su vozarrón narrando aquellos viajes por lugares recónditos, lejanos, con dos amigos gays cuando no había gays en el imaginario de los niños de familia media española que éramos. Tan austera, culta y tan extravagante. Tan tierna y con esa chispa de infantil entusiasmo por lo simple que se ha quedado a vivir en el descansillo de nuestra casa.
(Si la muerte te sorprende frente al mar, que sea con una pluma y un bloc de papel cerca. Con sobres y con sellos. Así me gustaría, así lo entiendo).
Un hombre me contó que su abuelo paterno, en pleno uso de sus facultades mentales, se levantó un día y se vistió con extrema pulcritud. La corbata anudada al cuello almidonado de su camisa blanca de domingo. Los zapatos lustrados, la nieve de su pelo bien dispuesta. Después, caminó en soledad a su iglesia de siempre y buscó al sacerdote: “Quiero la extremaunción”. La muerte lo rondaba perezosa o, mejor dicho, la vida había dejado de interesarle y necesitaba poner todo en orden antes de entregarse mansamente a su regazo. No estaba enfermo, simplemente su historia le pesaba demasiado.
A los pocos días lo encontraron sin vida en la cama, un agosto de viento tramontano.
Me impresionó el relato de ese acto de honda y suprema soledad. Esa determinación de escribir el último capítulo y cerrar bien los ojos; invocar a la parca y dejarse invadir por el sueño abisal.
(Hay una lucidez en el acto final, algunas veces. Una heroicidad que desconcierta al vivo y le deja un hálito de culpa y mil preguntas, como niebla).
Una mujer madura, escandalosa y gruesa a la que traté brevemente solía contar que había que despejar el cajón de la mesilla de cualquier objeto que te comprometiera si la muerte te sorprendía en un mal sueño. “El vibrador, por ejemplo”, precisaba con una carcajada . Me pareció que la muerte provoca una lucidez distinta en cada uno, e imaginé un relato en el que la protagonista antes de fallecer prepara febril diferentes platos, los guarda en tuppers idénticos con etiquetas identificativas -cocido madrileño, alubias con perdiz, roast beef en salsa- y los mete en el congelador para que sus hijos y su marido no echen en falta nada cuando ella deje de respirar. Tan práctica y diligente como el ama de casa que siempre había sido.
Morirse es un ritual que apenas preparamos. Preferimos no saber a qué hora llega el tren, dejamos de nombrarlo, nos zahiere. Y sin embargo…
Días atrás adquirí en un mercadillo de la iglesia de mi barrio un tíbor de color amarillo vibrante. Al llegar a casa con mi botín, mis hijas lo miraron extrañadas: “¿Es una urna para tus cenizas, verdad?” “¿Dónde quieres que la pongamos si te mueres?” Mi adquisición dio para un cruce de frases divertidas, a cuál más macabra y delirante, y para un pensamiento final: ojalá mi muerte pueda ser un buen chiste en torno a un jarrón una tarde de lluvia. Un café familiar cerca de las cenizas de todas esas letras que escribía y abrigan mis mañanas. La cálida certeza de que no hay un tabú, hay una evocación que se hace espuma, como el mar impetuoso de nuestra Amanda T. que ya no ruge tanto, que duerme el luto azul de esa sirena heroica. Tan Verónica Lake, tan clandestina.
Epílogo. Días después de morir, encontraron entre las pertenencias de Amanda T. su libreta de baños. Se había dado 10.356.