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La vida no te debe nada

Toda la vida había tenido miedo de sentir gratitud pensando que me endeudaría con otros esclavizándome

En aquel momento lejano, me parecía imposible seguir viviendo.

Veinticuatro meses antes me había declarado alcohólica en proceso de suicidio lento y había pasado cinco semanas en una clínica de adicciones.

Trece meses antes, había dejado de fumar pensando que –como había logrado dejar una adicción, la segunda sería más fácil. ¡Qué engaño!

Seis meses antes, finalmente había decidido renunciar a lo que esperaba fuera mi última adicción divorciándome.

Así que, después de dieciocho meses estaba –aparentemente- libre de toda esclavitud. La noche en que mi marido de 30 años se fue, puse a Julie Andrews cantando “El sonido de la música” a todo volumen e invité a dos amigas a cenar. La euforia duró aproximadamente tres semanas en las que me sentí absolutamente libre y nueva. Luego comenzó el llanto.

No sólo no podía dejar de llorar cada mañana, cada noche y varias horas de en medio, sino también me sentía morir. Comencé a creer de todo corazón que la vida no merecía la pena vivirla. Me arrastraba a través de cada día sintiéndome cada vez más miserable que el día anterior. No sabía qué me pasaba. Estaba convencida que hacía todo lo posible por estar bien: asistía a mis reuniones de AA diariamente, a veces dos por día; tenía dos horas a la semana con mi terapeuta; cada viernes, seguía un programa de recuperación en la clínica donde me había internado; había formado un grupo de amigas divorciadas para ir al cine o para salir a cenar de vez en cuando; incluso, estaba saliendo con un hombre que me gustaba mucho, pero el dolor no cesaba, parecía empeorarse día por día.

El peor momento era por la mañana. Ni siquiera tenía que abrir los ojos. El momento en que entraba la consciencia, me enroscaba sobre mí misma haciéndome bolita y comenzaba a sentir la presión en el pecho, el nudo en el estómago, la garganta cerrada como con torniquete. Al instante, estaba llorando; el grifo de mis ojos se abría y las lágrimas rodaban por mi cara sin un solo sonido. Mi perra labrador, que dormía junto a la cama, se metía al fondo del armario desde donde no salía hasta que yo cesaba de llorar. A veces aquello tardaba más de una hora.

El día del que les hablo, había ya terminado con mi llanto matutino, me había dado una ducha caliente y estaba de pie a la mitad de mi vestidor cuando me volvió a dar: en un tris estaba sollozando, agarrándome el abdomen como si tratara de controlar una bestia insaciable que parecía engullir mi corazón. De repente me pareció como si todo hubiera sido por nada: el esfuerzo, la abstinencia, la actitud de niña buena dispuesta a hacer cualquier cosa, la esperanza de un futuro mejor, la alegría fingida (fíngelo hasta que lo sientas), la sonrisa forzada pensando que si seguía empujando algún día lograría la felicidad deseada. De repente, no había más que dolor y desesperación y la ausencia absoluta de esperanza: esto que me pasaba no iba a cesar nunca.

Recuerdo que me caí de rodillas; recuerdo que descansé la frente sobre el suelo, recuerdo haber aullado con las lágrimas goteando de la nariz a la alfombra; recuerdo haber cerrado los puños y haber golpeado repetidamente sobre el suelo.

Recuerdo haber gritado: “¡¿Qué carajos estoy haciendo mal?! Por favor, por favor ayúdame.”

Comprendí que le hablaba a un Dios en el que no creía, un Dios de quién había yo borrado cada mención en El Libro grande de AA, sustituyendo P.S. (iniciales por Poder Superior, que no es más que un eufemismo de Dios), así que me sabía en absoluta contradicción conmigo misma, pero no me importó: me sentía morir.

Dado que había hecho una pregunta, tuve que callarme para ver si alguien o algo respondía. Me callé sin esperar nada. Dejé de llorar y me quedé quieta allí, con mi frente sobre el suelo y el trasero en el aire, escuchando el silencio. Extrañamente, mi mente se calló. No hubo respuesta. Por fin, me puse de pie con trabajo, sintiéndome absolutamente exhausta, y me senté al tocador. Contemplé en el espejo el área de desastre que antes había sido mi cara y comencé a tratar de arreglarlo. Me puse una crema y comencé a masajearme las mejillas.

Había casi terminado de maquillarme los ojos hinchados, cuando escuché la voz. Era una voz clara y profunda, y definitivamente no era mía, aunque había resonado en mi cabeza.

Brianda, la vida no te debe nada, dijo. Eso fue todo.

En el vacío que se produjo inmediatamente después me quedé inmóvil. Nada había cambiado, nada se había movido, pero la quietud era tan profunda que mis oídos zumbaban. Poco a poco, el sentido de esas palabras comenzó a hacerse patente. Primero lo obvio. Claro, la vida me había dado la vida, nada más, de la misma manera que da la vida a los niños hambrientos de África o a los millones de Chinos o a las aves del cielo o a los locos, los hijos de millonarios, los insectos, los esquizofrénicos, los mosquitos… La vida me había dado la vida. Nada más. Trabajo hecho, un regalo suficiente en sí mismo, sin más.

Pero… ¿y después? ¿Todo lo demás que tenía? ¡Superávit! La vida era el gran regalo y la mía había venido con…. ¡todos los extras! No sólo había yo pasado esto completamente por alto, no sólo había creído y actuado como si esto fuera lo más normal del mundo a pesar de poder observar –a cada momento- que no todos disfrutaban de dichos beneficios, sino que además había visto a bien -como si fuera mi derecho de nacencia- quejarme de todas las cosas que se me ocurrían y que NO tenía: la felicidad y la autorrealización siendo casi siempre números uno y dos de mi lista.

Llevaba toda una vida mirando el agujero en el donut sin darme cuenta de que yo no había hecho absolutamente nada para merecer la abundancia que había en mi vida. Esta abundancia había venido como parte del ‘paquete’: un regalo tras otro, en un diluvio de bienes por los cuales no había yo ni siquiera dado las gracias: nunca, ni una sola vez, había yo dado las gracias por nada, ni siquiera por la vida misma y mucho menos por los millones y millones de momentos llenos de todo lo que yo necesitaba para vivir una vida plena.

La vida no te debe nada. La vida no te debe nada. La vida no te debe nada” se repetía y repetía en mi cabeza, imprimiéndose en cada célula de mi cuerpo su verdad. La vida no me debía nada. Yo podría haber nacido y muerto unos segundos o minutos más tarde; podría haberme encontrado dentro de una familia que vivía en los basureros que rodean la ciudad de México; podría haber sido huérfana o la princesa de Mónaco o nacido sin cerebro y de todas formas habría recibido el regalo de la vida.

La inmediatez de la comprensión se expandía lentamente en la quietud que me rodeaba como si fuera hecha de materia sólida. Yo era una ingrata miserable. En ese momento, la vida veía bien hacer desfilar delante de mis ojos no solo todo lo que tenía en ese momento, sino también todo lo que había recibido a lo largo de mis años: toda la riqueza, la plenitud, la generosidad sin fin, la increíble bondad de todo ello.

En la medida que llegaba al pleno entendimiento de la revelación, al entendimiento de que yo no era una víctima, y que creer que lo era solo había parecido darme poder; al entendimiento de que toda la vida había tenido miedo de sentir gratitud pensando que me endeudaría con otros esclavizándome; al entendimiento de que no había aprendido a ser agradecida no porque fuera mala, sino precisamente porque era inocente; la comprensión de que la gratitud y el amor incondicional son sentimientos gemelos… en la medida que experimentaba en mi mente y mi cuerpo esta plena comprensión, un extraño sentimiento de júbilo nació en mi corazón.

Como si de repente me hubiera convertido en otra persona, una persona nueva, miré a mi alrededor como por primera vez. Vi los cuatro muros, la ventana que daba al jardín con su árbol en medio, los armarios repletos de ropa de la que podría escoger para cambiar cada día. Arriba de mi cabeza, un techo me protegía de la lluvia, el frío, el viento o el sol calcinante. Del otro lado de la puerta podía ver la tina de baño y la ducha, la cortina azul que evitaba que el agua salpicara sobre el tapetito también azul; el lavabo, el inodoro… todo aquello dispuesto para ofrecerme comodidad y limpieza. De otro lado del baño, el dormitorio con su cama kingsize (que me había quedado a mí después del divorcio) que me invitaba a dormir como quisiera: a lo largo o a lo ancho, diagonalmente. Las sábanas limpias, las mantas calientitas y todos los muros y los techos y los armarios para guardar cosas… todo dispuesto para mi disfrute y bienestar. Y, bajando las escaleras (¡escaleras para que yo pudiera bajar fácilmente en mi hermosa casita de dos pisos!) estaba la sala amplia, el agradable comedor, la cocina totalmente equipada, una lavadora-secadora; junto una pequeña biblioteca tapizada con todos mis libros hermosos, un ordenador sobre el escritorio, teléfonos, espejos… un sinfín de objetos, innumerable, innombrable.

Y todo entró tan rápidamente por mis ojos inundando mi mente que no podía contenerlo, no podía ni siquiera comenzar a comprender la infinita riqueza de mi vida en ese preciso instante, ese instante en que yo tenía cincuenta y dos años, de manera que todo aquello que había en ese momento, habría que multiplicarlo por 18,980 días, 455,520 horas, 27,331,200 minutos y sus correspondientes segundos para comenzar a comprender lo que mi vida había sido hasta ese momento, en cada instante, y sentir verdaderamente el peso de nunca, ni una sola vez haber dicho “gracias”.

De repente me encontré extendiendo la mano, tocando el muro “gracias”, la silla “gracias”, mis propios labios “gracias”; caminé a la puerta “gracias”, bajé por las escaleras “gracias”, lancé un beso al techo “gracias”, recorrí con la mano el respaldo del sofá “gracias”, pasé por el comedor “gracias”, abracé el refrigerador “gracias”, abrí el grifo “gracias”, serví un vaso de agua (había que reponer todas las lágrimas vertidas) “gracias”, sentí el líquido bajar por mi garganta “gracias”, miré por la ventana al cielo azul “gracias”.

Lentamente, volví a la sala y me quedé de pie en medio de la habitación repitiendo mi mantra: “gracias, gracias, gracias” y de repente me encontré de rodillas por segunda vez esa mañana “gracias” y, descansando mi frente sobre la alfombra una vez más “gracias, gracias, gracias” y comenzando a llorar de nuevo “gracias, gracias, gracias”, esta vez de agradecimiento “gracias”, abiertamente “gracias”, desvergonzadamente de plena gratitud y felicidad. “Gracias, gracias, gracias, gracias.”

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