Nunca he tenido muy clara mi relación con los cumpleaños. Hay años que los veo llegar con expectativa e ilusión, casi diría que con la misma con la que mis sobrinas de cuatro años esperaban su última fiesta con tartas de Frozen y pintacaras; otros, por el contrario, preferiría hacerme invisible y que pasaran de largo sin rozarme: nunca he sido yo muy de protagonismo y un cumpleaños no deja de ser eso, uno es el centro de atención y de atenciones. ¡Valiente leo he resultado ser!.
Al final jamás pasa de largo (por fortuna), te encuentra, te coloca la corona de reina por un día y, por esta vez, la vida te deja que soples tú las velas, tan fuerte como fuerte siga siendo tu capacidad de soñar, anhelar, desear, imaginar y, en general, todos los verbos terminados en “construir castillos” en el aire; luego ya se ocupa ella de soplar, las del barco mar adentro y, a veces, te concede el reino, con castillo incluido.
He vivido cumpleaños que se han quedado guardados, como una foto antigua, en mi album de cosas bonitas. Recuerdo el de mis 20 en mi “pueblo con mar”, con la pandilla de los veranos y la sangría casera metida en orzas inmensas. Tiro ahora hacia atrás, a aquel año, y se me ocurre que la medida de aquellas orzas y el dulzor de la sangría es la medida y el sabor de la amistad y, con ellos, se fue forjando ese valor tan esencial en mi vida. Y recuerdo amoríos de temporada, tan inmensos como la ingenuidad de entonces. Y a los Hombres G y a Mecano.
O alguno incluso anterior, en aquel pueblecillo al que vuelvo siempre. Serrat, tarta de piña, los primos todos juntos, los tíos, que permanecen, los abuelos, que ya no.
Qué leve todo entonces.
Ligero. Sencillo.
Rescato también, entre los que se escriben con tinta indeleble, aquel en que soplé velas que contaban mil años, a medias con la mitad de mi, en el momento exacto en que nuestros cumpleaños convergían, sucediéndose sin que cupiera nada mas entre ellos, como hacíamos nosotros. Una forma de simbolizar los años que deseábamos pasar juntos; aunque quizás soplamos tan fuerte que el deseo desapareció de nuestra vista antes de llegar al siguiente y la tormenta destrozó las velas: barco a la deriva.
Sin embargo, hoy, de todos mi cumpleaños me quedo con dos: aquel en que recibí el mejor regalo que he tenido nunca, Fada, mi compañera de vida, con quien ya no soplaré jamás las velas de ninguna tarta pero que seguirá acompañándome cada uno de los años que cumpla. La vida no le alcanzó para llegar a éste y plantó sus patas antes de llegar, pero cuánta vida alcanzamos juntas; cuánto nos alcanzamos la una a la otra. Ella me trajo tanto que fue regalo de regalos.
Aún la recuerdo aquel 21 de agosto, lobita de pelo de algodón, dulzura entonces y desde entonces, que supo ganarse su sitio: el de honor. Cuánto te extraño en este 21 árido de ahora!
Y me quedo con el del año pasado, en que no me acorde de pedir ningún deseo porque estaba demasiado ocupada cumpliéndolos a la vez que cumplía años. Un cumpleaños que marcó un antes y un después; que trajo otro yo distinto del que había, libre, poderoso, fuerte. Que me convirtió en aire etéreo que no repara ni se para en lo minúsculo, en lo tangible; en un viento que hoy, más que nunca, asciende y se trasciende, alumno aventajado de la asignatura “sobrevolar” contra todo y por todo.
Hoy.
Hoy que es mi cumpleaños.
Un cumpleaños que siento distinto, definitivo, como una puerta que se abriera delante de mi, detrás de la cual está todo lo que me queda por vivir, que será lo mejor que haya vivido cuando lleguen esos 21 de agosto en que la edad no sea un número sino la profundidad de las arrugas en unas manos, ya sí, llenas.
Y lo siento así posiblemente porque ya no me interesan los verbos viejos que se conjugan en pretérito, porque la mirada y las manos están limpias y no hay polvo en el camino; porque ya no vuelvo sobre mis pasos, ni un paso en falso es opción y, por el contrario, soy capaz de distinguir opciones cuyos pasos hacen camino al andar.
Seguramente porque he rescatado la fuerza de volver creer como la niña que fui, esa como la que tiene mi sobrina “A” cuando me pregunta si Fada es mágica para saber si vendrá a comerse la comida que le ha hecho con plastilina. Porque ni la vida ni el mundo son de color de rosa pero hay plastilina de todos los colores y creer es facultad, potestad,… y hasta derecho mio. Y pienso ejercelo.
Por eso, este año más que hacer balance hoy del ayer, me interesa hacer una lista de los mañana. Y en ellos me propongo (y acepto: si, quiero) llorar, de alegría y emoción, de pasión, incluso; mirar más y mejor para descubrir más y mejor; escribir mucho, vivir más. Soltar cuerdas, quitar redes, convertirme en equilibrista de mi propio circo, bajo mi propia carpa. Hacer más caso al destino y menos al azar. Inventar y reinventar-ME otra vez, pero esta a lo grande. Por lo pronto, he comenzado con lágrimas de emoción y alegría, felicitaciones de esas tan hondas que llegan al centro de tierra, la misma tierra que sustenta amistades de tantos años hacia atrás como horizonte queda hacia delante. Tesoros que son regalos: Aún quedan faros en pie, aunque no tenga intención de perderme.
Y es que a veces una simple anécdota te concede el comodín de la baraja: Hace poco, alguien me contaba, respecto de un amigo suyo que debe rondar los 70, que, cuando le preguntan cuantos años tiene, responde siempre que “los que me faltan por vivir”…Hoy hago mía esa frase como declaración de intenciones, como acto de fe y voluntad a partes iguales; porque hoy, que cumplo años, tengo exactamente los años que me faltan por cumplir. Y esos, los años que faltan por cumplir, deben ser siempre los mejores.
Así lo siento yo hoy.