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Mi idilio con los lugares y la escritura

Sigo pensando en los lugares, en la escritura, en su relación, en el amor por un lugar

Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong.
Así empieza Isak Dinesen su novela más célebre y una de las más grandes declaraciones de amor hacía ese continente.
Porque ¿se puede amar a un lugar por encima de una misma?
Sí, nos respondería sin duda Isak, o mejor prefiero referirme a ella como Karen, su verdadero nombre. Karen renunció a su acomodada vida de aristócrata en Dinamarca para embarcarse en una aventura en África.
Siempre tuvo alma de aventurera y desde luego no se ajustaba a las convenciones de su clase. Quería salir de su zona de confort y para ello se casó con su inestable primo el barón Bor von Blixen porque en aquella época una mujer necesitaba un marido aunque fuera impostado.
Karen inició con ese viaje una nueva vida eso sí, llevándose a África su vajilla, sus joyas e incluso sus muebles. Supongo que lo haría para sentirse como en casa en su nuevo hogar. Por el apego, por mantener esa falsa sensación de seguridad que nos proporcionan algunos objetos.
De poco le iban a servir la taza de porcelana fina ante las grandes adversidades que le esperaban en el continente africano. Su matrimonio nunca funcionó y pronto se vio sola ante la responsabilidad de explotar la plantación en su propiedad. Pero esas adversidades, para las que ella estaba preparada, la hicieron una nueva persona y le trajeron un nuevo amor. Digamos que cuando aprendió a amar el lugar, el lugar le trajo a su gran amor: el aventurero inglés Denys Finch-Hatton, con quien se dejó llevar y sintió la fascinación por la vida palpitante del continente.
De ahí, de esa experiencia, surgió la bella novela de Karen que, como ya he dicho,  empezaba así con un fino recuerdo: “Yo tenía una granja en África…”
Sigo pensando en los lugares, en la escritura, en su relación, en el amor por un lugar. En cuando el dónde es lo trascendente. En cómo se puede amar tanto a un lugar y cómo esta experiencia me estremece.
Marguerite Duras es un claro ejemplo de ello. La autora tenía varias casas pero sin duda la casa de Neauphle-le-Château fue la que más le influyó al haberla habitado. Este lugar era el más especial para ella, me atrevería a decir, porque pudo comprar esta casa con el dinero que le pagaron por los derechos de autor de su novela “Un dique contra el Pacífico” donde narraba la tragedia que sufrió su madre al ser estafada en Indochina al comprar un terreno incultivable. Para ella invertir este dinero en una casa propia tuvo un gran significado.
Una casa habitada por ella.
Una casa que ella sentía habitada por todas las mujeres protagonistas de sus obras. Marguerite decía que las veía caminar y entrar y salir de la casa. A todas esas mujeres que ella creo. Su casa, esta casa, hace la historia.
Los lugares y el apego que sentimos a los lugares y cómo conforman nuestra escritura. Esa cuestión me da vueltas unos días en la cabeza y, como autora, en seguida me doy cuenta de lo importantes que son para mí. De la conexión casi mística que siento por algunos de ellos como Ronda, en donde podría escribir varias novelas solo deteniéndome en los rincones que me hipnotizan de la ciudad, escuchando a los músicos tocar la guitarra española, el tibio sonido del agua de las fuentecillas al circular.
O algunos rincones de Barcelona, mi ciudad, donde puedo explicar una anécdota de cada rincón. El lugar conocido, el lugar vivido, los sitios amigos, las calles recorridas en los veranos, las noches que no se acaban.
Los lugares que amo aun sin haber estado, como el Mont Saint-Michel o el Désert de Retz. Esos lugares en los que intuyo que podría perderme y no encontrarme.
Los lugares que amo y que siento como si en algún momento hubieran sido míos como el Hôtel de Sully, La maison des amis des livres, la esquina de la Rue de la Huchette donde la maga se cruzó con Horacio Oliveira, una vez más, antes de empezar su eterno idilio con ella.
Su idilio, el mío, el nuestro.
El lugar está también fuera. Con la obra de arte en movimiento. El lugar está cuando me encuentro en el Metropolitan de Nueva York con la obra “Los arlequines” de Picasso. Me planto de repente con ese cuadro tan conocido por mí allí, tan lejos de mi casa, y le saludo y creo un diálogo propio con la obra. Y amo ese lugar y ese diálogo. Y ya es mío para siempre.
Yo no tengo una granja en África, como Karen, pero escribo de lugares, de mi amor por ellos, porque en todos mis libros hay pequeños fragmentos de lugares transitados.
Y me pregunto cuál será el próximo lugar que me fascinará.
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