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Mi cuerpo: mi mejor amigo y verdadero amor

No siempre me he sentido cercano a mi Mejor Amigo; de hecho, lo he tratado muy mal más veces de las que me gusta recordar.

Te presento a mi Mejor Amigo y mi Verdadero Amor. Él es alguien (o algo) que ha estado conmigo desde el momento de mi concepción y continuará estando hasta que el polvo nos separe.

Está a menos distancia que un latido de corazón y más cercano que el aliento que nos une.

Ha estado allí durante cada experiencia de la vida, tanto consciente como inconscientemente y me avisa en el instante en que algo no funciona (cuando un dedo se acerca demasiado al fuego o el pie se encuentra con la pata de la mesa, o cuando mi mente elabora una horrorosa pesadilla).

Comenzó como algo minúsculo y ha progresado hasta tener el tamaño de una hembra humana normal; pronto –quizá ya en este momento- él comenzará el viaje al revés hasta convertirse una vez más en algo minúsculo y desaparecer. Sé que ya adivinaste que hablo de Mi Cuerpo. Bueno… ¿será mío? A lo mejor, en el sentido que un automóvil alquilado es ‘mío’ en tanto que tengo el uso y luego vuelve a ser propiedad de la agencia cuando termino con él. Por tanto, será mi ‘Mejor Amigo y  mi Verdadero Amor’ en préstamo.

No siempre me he sentido cercano a mi Mejor Amigo; de hecho, lo he tratado muy mal más veces de las que me gusta recordar.

Lo odiaba cuando era una niña de seis años, porque no obedecía ni a mí, ni a mi madre, ni a mi padre, ni siquiera al médico o al director del campamento. Cada noche le ordenábamos mantenerse sequito hasta la mañana y cada noche me despertaba en un charco de pipí frío bajo mis pompas. ¡Por Dios, tenía seis años! No había usado pañales desde hacía años y de repente no podía pasar la noche en casa de una amiguita, sin que mi madre le pidiera a la suya colocar una manta de hule en mi cama. ¡Era humillante! Y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Mi Cuerpo había decidido –por razones que para siempre permanecerán desconocidas- comenzar a mojar la cama de nuevo y no parecía haber nada que lo detuviera. Se puso a mojar las camas en casa de todas mis amigas, en el campamento de verano (donde me hicieron lavar mis propias sábanas); en cada hotel donde nos quedamos y hasta en casa de mi abuela cuando dormía allí. Mi Cuerpo cumplió 7 y 8 y 9 y 10 años y continuó mojando la cama. Nos mudamos a México y cumplí 11 años, y él siguió insistiendo en el vaciamiento de su vejiga en cuando entraba en sueño profundo.

Y luego sucedió el milagro: mi madre encontró un médico (más bien un sádico) que le dijo que podía curar Mi Cuerpo de su obsesión enloquecida. Le entregó un cojinete plano de hule cubierto de delgados alambres entrecruzados y conectado a un despertador levanta-muertos, y le explicó cómo conectar el aparato a las luces de la habitación. Esa noche Mi Cuerpo conoció a su juez y verdugo. Claro está, para entonces llevaba orinándose la cama casi todas las noches durante unos 5 años y yo no pensé que habría nada que pudiera hacerle parar. Ambos nos sorprenderíamos.

Con la primera GOTA de orina, el cojinete alambrado entró en acción: le dio a Mi Cuerpo una descarga eléctrica que le hizo saltar del sueño y le convenció que de seguir en esa dirección sería electrocutado; disparó la alarma que despertó a mis padres en la otra habitación y probablemente a los vecinos, y todas las luces en el cuarto se prendieron de golpe.

Huelga decir que aquello sucedió dos veces y el problema se resolvió. Mi Cuerpo era cabezón pero no tonto.

Sin embargo, después de cinco años pasados a la merced del comportamiento desvergonzado de Mi Cuerpo, yo había aprendido no sólo que no podía tenerle absolutamente NADA de confianza, sino también que en lo que al cuerpo concernía, yo era impotente: él haría lo que él iba hacer, me gustara o no. Eso me dejaba con un futuro de tortura sin fin, especialmente en mi adolescencia donde me veía con una mitad inferior demasiado amplia para una mitad superior bastante mal provista; con granos siempre en los lugares más visibles (la punta de la nariz, por ejemplo) el día del baile importante; una pierna que insistió en crecer más rápidamente que la otra y que tuvo que ser detenida quirúrgicamente; una nariz que me mereció el mote de Domo en el internado; una madre, ejemplo de la belleza y perfección como mujer, y una abuela que insistía en decir “ojos redondos, boca redonda, cara redonda” cada vez que me veía y quién –cuando cumplí 18 años- sugirió que me hiciera operar la nariz (para entonces ya era yo lo suficientemente arrogante para responder “Me da personalidad” y no hacerlo).

En algún punto de este sendero tortuoso me convencí que jamás sería bonita y, entonces, opté por ser inteligente. ¡Cualquier persona que me conozca sabe dónde me llevó ese camino!

De manera que crecí, me casé y tuve hijos, pensando todo ese tiempo que

Mi Cuerpo estaba tan lejos de ser atractivo que ni siquiera merecía incluirse en los álbumes familiares.

Todas mis fotos fueron a parar a un cajón mientras llenaba los álbumes con las de los otros miembros de la familia. Los 30 años durante los que estuve casada, mis fotos se quedaron allí. Mis hijos crecieron y se casaron y yo me divorcié. No fue sino hasta estar viviendo sola que re-descubrí todas mis fotos de hacía tanto tiempo arrumbadas y olvidadas en el cajón. Al repasarlas, comencé a ver exactamente qué tan atractivo había sido ese Cuerpo durante todos aquellos tiempos anteriores. Fue entonces que comprendí que de no comenzar a apreciar los atractivos que el Cuerpo  tenía, pronto miraría ese mismo momento con la misma nostalgia y sorpresa que estaba mirando todos los anteriores. Entendí que tenía que ver en Mi Cuerpo la belleza que sí tenía, en vez de pensar que debía tener otra, como la de mi madre, por ejemplo.

Ese fue el día en que saqué todas las fotos de Mi Cuerpo del cajón y las pegué a las paredes y la puerta de mi vestidor, poniendo debajo de cada una, una etiqueta con alguna cualidad que pensaba había podido tener en mi vida: honestidad, gentileza, elegancia, generosidad, etc.

Cada día entraba en mi vestidor y me quedaba contemplando las fotos de Mi Cuerpo, encontrándolo cada vez más aceptable y hasta atractivo. Sin embargo, no podía decir que lo amaba.

Eso me lo enseñó mi pequeña perrita schnauzer, Salomé. A ella la quise desde el primer instante, y no me importaba si estaba limpia o sucia, si olía a perfume o a perra, si estaba adormilada o juguetona, animada o aburrida… la adoraba y adoraba cada centímetro de su pequeño cuerpo peludo, cada orejita parada, su naricilla negra y húmeda, sus bigotes blancos. Un día cuando me encontré acurrucándola en mis brazos, de repente me encontré preguntándome por qué no trataba Mi Cuerpo por lo menos la mitad de bien que trataba el cuerpo de mi perrita. ¿Cómo podría amar su cuerpecillo y no el mío, cuando el suyo sólo me buscaba cuando quería algo, y el mío había estado absolutamente a mi servicio en cada instante de mi vida? Comprendí la injusticia que había cometido y, por primera vez, miré Mi Cuerpo con ternura, con la misma ternura que me despertaba el cuerpecillo de Salomé.

En ese instante, me llené de gratitud de tener un Cuerpo que me hubiera aguantado todas las terribles cosas que le hice y, de todas manera, seguir saludable; un cuerpo que nunca había tenido ningún problema para dormir, que había cooperado perdiendo peso cuando le sometía a dietas exigentes (y ganándolo de vuelta, obviamente, cuando le daba de comer todo aquello que no necesitaba), un Cuerpo que requería tan poca medicina que podía contar con una mano las aspirinas que tomaba en un año y me sobraban dedos… en otras palabras: ¡un Cuerpo FANTÁSTICO! Un Cuerpo por el que vale la pena vivir, un Cuerpo que merece ser amado.

Así que hoy, ya entrado en 74 años de uso y desuso, Mi Cuerpo produce los dolores y molestias normales, y yo lo comprendo, lo trato con amor y respeto, y le doy el ejercicio que necesita, el descanso que necesita, el amor y la diversión que necesita y, a veces, el helado que no necesita. Y cada vez que hay algo nuevo, la centésima arruga, un nuevo dolorcillo, el rollo de grasa alrededor de la cintura, otra vena que se revienta en la pierna, un calambre en los dedos, pienso en Salomé y me pregunto: ¿Dejaría de amar a Salomé simplemente porque se estaba poniendo viejita? Y experimento tal ola de ternura recorriéndome que sonrío y abrazo Mi Cuerpo, y le digo que va bien, que vamos bien los dos. Y cuando llega la noche, y Mi Verdadero Amor comienza a sentirse un poco fatigado, me lo llevo a la cama pensando en el deleite que es dormir cada noche en los brazos de mi Verdadero Amor y mi Mejor Amigo que estará conmigo para siempre, hasta que el polvo nos separe.

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